Hubo una vez una niña a la que le gustaba soñar, soñó con un castillo de cristal sobre una nube en lo alto, muy arriba en el cielo azul, soñó dulces anhelos por un futuro lejano, soñó poseer el sol, astro rey del día, teniendo ya ella las estrellas en el oscuro manto de la noche.
Soñó con el sol cada noche de frío invierno para darse calor, soñó con su incandescente luz en la más oscura inmensidad cegándola por completo. Su sueño muy pronto se convirtió en adoración dejando a sus estrellas con su brillo minúsculo pero hermoso por la pomposa grandeza del sol.
Egocéntrico el sol se vanagloriaba de su grandeza embelesando a la niña que soñó.
Las estrellas, una a una se apagaron sumiendo la noche en profundas tinieblas. Solo una brillo con más fuerza.
Cada noche la solitaria estrella daba su máximo esfuerzo al brillar, soñando también ella con opacar al sol y recuperar a la niña que soñó.
La soñadora niña en caprichosa ilusión jamás noto realmente a la estrella, fascinada con el encanto efímero del sol.
La infortunada estrella brillo demasiado, que sus días de luz se fueron agotando. Sin embargo de rendirse no era, que brillo con más fuerza sin soportarlo siquiera.
Un día sin embargo su brillo se fue de repente, desolada la estrella dejo de soñar y se convirtió tan solo en un apagado trozo de cristal.
La niña soñadora al saberlo noto que muy dentro de ella nunca amo al sol, era su estrella la única que brillo por ella la que realmente quería, y que ahora nunca jamás tendría.
El sol egoísta de ningún modo dejaría que su pequeña admiradora se alejara sin más, pues aun no queriendo admitirlo era la única que tenía. Hallo su propósito en retener a la niña. Esta tonta no era y habiendo pasado la fascinación, sin pensarlo más marcho lejos del sol, de regreso a su castillo de cristal.
Sola en su fortaleza por fin entendió que con su manto de estrellas lo tuvo todo y por inexperiencia perdió. Lloro entonces ríos de lágrimas que un diáfano estanque desembocaron, atrapando rayos luminosos reflejados al cielo oscuro de la noche.
El peculiar brillo despertó sin querer a las adormiladas estrellas del letargo en que llevaban sumidas. Una a una se desemperezo y a resplandecer comenzó.
Sonrió la niña y pálida luz irradio reconfortando a sus queridas estrellas y pidiendo perdón. Mas su estrella no despertó, lloro una vez más sobre el mundo y de sus lágrimas saladas un mar se creó. Su estrella miraba a lo lejos su dolor, mas no tenía las fuerzas y no respondió.
Sus hermanas estrellas vieron con congoja como titilaba débilmente su pobre compañera, decidieron entonces juntar un poco de sus propias esencias, obtuvieron la suficiente mientras se reunían alrededor de la agotada estrella, con gran esfuerzo y absoluto cariño entregaron su brillo con vigor.
La estrella con fuerza suficiente ya, se impulsó hacia delante con toda potencia.
La niña que soñó se encontraba despierta en su balcón de diamante reluciente como su estrella, que frente a ella pasaba veloz dejando tras ella un haz de luz deslumbrante, fue fugaz pero hermoso concluyo la pequeña soñadora, observando maravillada a su preciada estrella.
La estrella no fue más una estrella, en un radiante cometa se convirtió, y paso frente al balcón de diamante una noche tras otra.
Hubo una vez una niña a la que le gustaba soñar, en su inmenso castillo de cristal en lo alto de una suave nube, soñó con el sol y su fiero encanto. Soñó alto, cegada, y cayó. Una estrella a su vez soñó alto y cayo de igual manera. Pero el amor de una estrella la levanto, y a su vez ella, la niña que soñó, también amó, y levanto a la estrella, transformada en un radiante cometa.
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