Prólogo
Tras atender al último de los clientes, la joven panadera revisó su apretada agenda de pedidos, ya que en su tienda la repostería también tenía un importante lugar. Aunque ese día era demasiado significativo para ella como para tener que pasar su noche en el horno; incluso, se había permitido cortar la entrada de los compradores un poco antes de lo habitual.
Mientras pasaba las páginas de la libreta, sus manos al igual que su vista se dirigieron a unas hojas en concreto. En ellas, se encontraba resguardada bajo la custodia del fino papel, una fotografía. La dueña de dicho recuerdo posaba en una foto de grupo con a penas cuatro años de vida; a pesar de que muchos de sus ex-compañeros se hallaban en ese momento inmortalizado, solo había mantenido el contacto con unos pocos de ellos. Y entre todos aquellos estaba el muchacho al cual su corazón pertenecía desde que la atrapó con sus ojos marrones. Su mirada, aquellos profundos orbes que te permitían adentrarte en el más complicado laberinto dónde la única salida era la perdición. Su pelo cobrizo a juego con aquella perilla que le daba un toque aún más interesante a su rostro, brindando una de las más agraciadas vista que cualquier mujer quisiera tener. Además de completarlo con un gran talento y un cuerpo de escándalo. Era perfecto, y cómo no, ideal y a medida para ella.
Una ámplia sonrisa surcó su faz en el instante en que recordó porque ese día era tan especial para ella. Al fin había conseguido que aquel joven le pidiera una cita. No sabía cuánto tiempo llevaba soñando con el poder dar un paso tan pequeño, pero a la vez tan grande en la relación que mantenían. Asombrada y abrumada por la emoción, dejó que su visión fuera cubierta por sus párpados mientras un suspiro escapaba de entre sus labios. Pero amarga y negra es la vida de aquellos que aman de todo corazón y que pierden al objeto de sus deseos.
En cuanto abrió los ojos, miró por la ventana pensando en lo ideal que era ese soleado día para el amor. Jamás podría haber imaginado la tragedia que vió, como jamás podría olvidar como su corazón se detuvo durante un instante al ver como el cuerpo de su amante caía del cielo y se clavaba en la estaca de una verja.
2: Capitulo 116 De septiembre de 2013
Hoy, por petición de una vieja amiga, empiezo este diario. He elegido este día porque hoy es el día de la exposición de mi primera galería de arte junto con la presentación de mi primer CD de piezas para piano. Me ha pedido que lo escriba porque según ella, tengo talento, que siempre lo he tenido y que desde siempre ha sabido que tendría un futuro brillante: “Cómo una hoguera de noche en el bosque: si estás perdido, seguirla es tu salvación, y solo un idiota la apagaría o la ignoraría”, dice ella. Por eso, hacer un registro de mi vida sería algo útil en el futuro, cuando sea famoso alrededor del mundo y pueda vender mi autobiografía a tanta gente que podré podrirme en dinero y no dependeré de nadie. Ideas suyas de loca. Bueno, si hacer este diario la hace feliz, tampoco me cuesta demasiado escribirlo.
Afortunadamente, tengo una memoria prácticamente fotográfica, así que no me cuesta demasiado recordar los detalles del día a día, y mucho menos los de un día como hoy, que ha sido tan diferente y lleno de emoción. Pero aunque tenga tanta capacidad de retención, este diario no me viene mal, la palabra escrita es el fármaco de la memoria, dijo uno de los grandes.
Anoche no pude dormir, casi, de los nervios que sentía. ¿Qué pensarían de mis obras? ¿Les gustaría? ¿Comprenderían mi estilo? Una voz en mi cabeza me decía que no me preocupara. Que el arte no se comprende. El arte se siente. “Y eso es lo que tú haces” me dice “Arte”.
Tras dormir algunas horas que no ayudaron a reducir mi cansancio, cogí el coche en dirección a La Casa Bella, el museo más grande de la isla. Allí tendría lugar mi exposición y mi concierto. Allí se decidiría si sería alguien en la vida o solo un fracasado más del montón cuyo único consuelo es que lo intentó y no perdió nada. Mientras devoraba kilómetros con el coche, intente relajarme recordando cómo había llegado hasta allí. Recordar siempre me ha relajado, me hace sentir que controlo lo que pasa a mi alrededor.
Empecé las clases de música a los seis años, pocos meses después de que viera a Gabriel acariciar, porque no tiene otro nombre la manera en que tocaba, ese precioso piano de cola que tiene en su casa, aunque no fue allí donde le vi tocar por primera vez. Gabriel es mi profesor de música, el que me enseñó todo cuanto se para complacer mis oídos y los de la gente de mi alrededor con tan solo apretar unas teclas. Gabriel me ayudó a entrar en el mundo del arte y poco a poco me enseñó la magia que encierran las notas de una composición perfectamente armonizada. Recuerdo con una sonrisa esas horas que decidió dedicarme, primero como favor a mis padres en respuesta a un capricho, y luego al ver que tenía algo que me hacía sobresalir. Recuerdo la frustración al no poder avanzar en una pieza, pero la satisfacción de poder tocarla entera hacía que valiera la pena.
Y como olvidar a la buena de María Jesús, una mujer que estaba más cerca de los ochenta años que de los sesenta y cinco que dice tener desde hacía más de diez. Ella me enseñó que se puede expresar más con un pincel y dos colores que con todas las palabras que se pudieran decir. A decir verdad, no comparto su amor por el arte abstracto y menos su adoración por los Miró ni los Picasso. Me parecen obras que podría hacer un infante con menos años que pelos una rana. Pero algo que si creemos los dos, es que el trabajo de los demás ha de ser respetado, ya que incluso en el trazo más fino, se encuentra un esbozo del alma del artista.
Cuanto más me acercaba a La Casa Bella, menos preparado me sentía para el momento, pero conforme empecé a ver el reflejo del sol en el mar y escuchaba el tenue vaivén de las olas al romper en la playa , mi cuerpo dejó de estar en constante tensión, y el efecto relajante que tenía el mar en mí se hizo patente cuando aparqué el coche a varias calles del museo. Da igual a qué hora se vaya, por esa zona nunca hay sitio para aparcar.
Ya sin tanto sudor en las manos, pero no por ello sin nervios, salí del coche. Mi vocecilla interior me dijo que yo podía, que había nacido para eso. Seguí el camino que ya había recorrido varias veces a lo largo de esa última semana para hacer los preparativos. Que si trae este y aquel cuadro. Que si necesitamos que nos ayudes a mover el piano de sala. ¿Te parecen bien ahí este adorno? ¿Qué quieres de fondo? Menudo desastre, sería más fácil y mucho menos aburrido volver a componer todas mis piezas. Pero bueno, algo malo tenía que tener esta profesión.
Al llegar allí, con la camiseta interior empapada en sudor, porque no hacía frío precisamente y menos aún con el traje puesto (incómodo como el solo), estaban esperándome Gabriel y María Jesús. Él vestido como siempre, con un smoking, pero llevaba puesto el smoking para ocasiones especiales; y ella con un vestido beis que le iba desde el cuello hasta los tobillos, como si acabara de salir de principios del siglo XX.
-Falta media hora para que empieces, más te vale darte prisa, pequeñajo.-Me dice Gabriel. Pequeñajo es la palabra que ha usado para referirse a mí siempre, como un mote que acabó en apodo cariñoso.
-Lo sé, lo sé, no me estreses tanto, anda. Sólo tengo que sentarme y tocar, ¿no? -Intento darle a mi voz un tono más suave y tranquilo de lo que en realidad me siento, como si no tuviera demasiada importancia, aunque nunca se me ha dado del todo bien actuar.
-Tú sí, ese es tu trabajo, pero hay un maestro de ceremonias que tiene una presentación preparada, y estaría bien que pudiera hacer su trabajo correctamente y en paz.
-Vale. Bueno: ¿y qué tengo que hacer? –pregunto.
-¿No te lo acaban de decir? – responde María Jesús con otra pregunta.
-Sí, sentadito en el piano y en silencio para que el maestro pueda ceremoniar. –Sí, a veces invento verbos. Generalmente cuando me hacen sentir cómo un niño pequeño al que hay que recordarle que diga cuando tiene caca.
-Buen chico. Ale, ya sabes lo que te toca. ¡Buena suerte! –Perfecto, Gabriel me ha descendido de bebé a perro.
-Tranquilo, confiamos en ti. Sabemos que lo harás de maravilla. Y cuando digo sabemos, incluyo al público. –Añade María Jesús con una sonrisa-.
-Gracias, de verdad.- Les sonrío y camino hacia el piano.
Una grande y gruesa cortina roja me separa, junto con el piano y los cuadros, del público. El maestro de ceremonias, al que no conozco aún, me presenta y hace un pequeño monólogo, pero no presto demasiada atención. Solo oigo pequeños fragmentos cómo “desde Mozart” “nueva estrella”… “Relájate, saldrá bien” me dice mi vocecilla “ponerse nervioso sólo sirve para equivocarse”. Esa es una lección que he aprendido bien, y no por el camino fácil, precisamente.
-¡... recibamosle con un fuerte aplauso! – parece que el maestro ha acabado ya. El tiempo puede pasar volando.
Me levanto de la silla a la vez que alzan el telón. Saludo al público con una leve reverencia, me siento de nuevo y empiezo a tocar. Cierro los ojos al tocar las teclas. Es una costumbre que cogí algunos años atrás y que a día de hoy aún mantengo. Me ayuda a concentrarme y a hacerme una imagen mental de lo que tengo que tocar. Pero lejos de importarme eso, el motivo real de porque cierro los ojos es el sentir. La música no se ve, se oye, como es obvio. Y ¿Qué mejor manera de disfrutar de algo que se oye que centrándome en ese sentido todo lo que puedo? Oigo las notas que toco subir y bajar, crecer mayores, caer menores. Una cuarta, una quinta… Y poco a poco, noto como el público contiene el aliento. Hace tiempo, Gabriel me dijo:
-Tú tocas las teclas. Las teclas generan notas. Así que tú tocas notas. Las notas, por si solas no son nada, pero en conjunto forman una melodía. Así que tú tocas una melodía. Y una melodía, armonizada y bien tocada, hace música. Así que tú tocas la música. Tú controlas las teclas. Tú controlas la música.
Yo estaba en contra de esa teoría. La música era mi vida, y mi vida era la música. No es una relación en la que uno controle al otro. Nada de afirmaciones ni negaciones hegelianas entre nosotros dos. La música y yo formamos un todo, si ella muere, yo muero, y si yo muero, una parte de ella muere conmigo. Y, en cualquier caso, la música me controla a mí. El tiempo acaba por darme la razón hoy, cuando, al llegar al punto culminante de la obra y pararla en seco, oigo como se liberan los suspiros contenidos y como se inhalan las bocanadas de aire que a alguien se le había olvidado coger. Veo sus rostros y alguna que otro tiene lágrimas. Me cuesta creer que esas notas a las que controlo consigan ese efecto. Es más bien como si las notas controlasen las emociones de su alma, y esta, al verse de golpe sin su sustento más reciente y preciado, se desesperan y acaban por necesitar aliviarse en el llanto.
Más tarde, una vez interpretadas todas las piezas, no tan buenas como la primera, que se le va a hacer, me levanto de la silla y saludo al público con una reverencia y pronuncio un: Gracias a todos. Entonces, el público aplaude y algunos de mis seres queridos se acercan para darme la enhorabuena y abrazos de júbilo. Pero las que más me importan llegan a lo último, pacientes, sabedoras de que me tendrán ahí todo el tiempo del mundo, y de que un rato más o un rato menos con mis recientes fans no importa demasiado.
Los primeros de estos últimos en acercarse son mi padre y mi madre. Ella viene corriendo a abrazarme mientras llora y sonríe. Me dice lo orgullosa que está de mí y que siempre supo que llegaría lejos. Ay estas mujeres, que sentimentales, aunque la verdad es que se lo valoro mucho. Luego llega mi padre, que primero me estrecha la mano y luego me abraza. Ninguno de los dos dice nada, porque no necesitamos palabras y porque sabemos que si nos decimos algo, ambos empezaremos a lloriquear, y a ninguno nos atrae la idea con toda esa gente cerca.
Poco a poco desfilan uno a uno mis amigos más cercanos, con los que salgo todos los fines de semana y a los que puedo insultar de la manera más terrible, que se lo acabarán tomando a broma. Para confirmarlo, más de uno me saluda con un lo has hecho bien, pequeño inútil. Maldita gente ésta… Los últimos son Gabriel y María Jesús, que llegan juntos aplaudiéndome y diciendo que lo he conseguido, como si no estuviera trillada ya esa frase. Pero no pasa nada, a ninguno se nos dan bien las palabras.
Poco más tarde, empieza la subasta de cuadros. Aquellos que yo creía más horripilantes y carentes de sentido son los que más pujas reciben. Al público le gusta el arte abstracto. Algunos reciben sumas desorbitadas, teniendo en cuenta el tiempo que he tardado en pintarlos y el dinero que he invertido en ellos. Sin embargo, las partituras y discos de lo que he compuesto, complementarias de los cuadros, tienen un precio fijo y que, si no fuera por el volumen de copias que vendo, la ganancia no tendría nada que ver con todo el trabajo y el empeño que le he puesto a componer. Las partituras son complementarias de los cuadros, y los cuadros complementarios de las partituras. Mi estilo se basa en tocar una nota al azar (cosa difícil ahora que he aprendido a tocar con los ojos cerrados) y luego hacer simples trazos, inspirados en la nota, que a su vez me dan la inspiración para tocar otras notas. Y así se repite hasta que tengo todo el lienzo dibujado y varias hojas escritas.
Después de la subasta, hay una cena en una sala reservada, donde un cátering se ha encargado de preparar tanto la comida como el lugar para los invitados y compradores. La comida vale la pena pero haya costado un ojo de la cara. Aunque se lo hayan gastado mis padres, me duele el bolsillo exactamente igual.
Ahora mismo acabo de recibir una llamada de mi mejor amigo diciéndome que vaya con él y el resto de la pandilla para celebrar mi reciente éxito musical, así que escribo esto apresuradamente en la sala y salgo por la puerta entre aplausos y cariñosas despedidas dispuesto a relajarme yéndome de fiesta como nunca en la vida.
3: Capitulo 2
17 de septiembre de 2013
17 de septiembre de 2013
Hoy, el segundo día de la escritura del diario que parece será mi autobiografía, he sido participe, aunque mejor dicho, protagonista; de hechos atroces y terribles que sin duda marcarán un punto de inflexión en mi vida. Me siento como un monstruo al recordar lo que hice, lo que vi y como me sentí, las emociones que me atravesaron en ese momento al respecto. A pesar de eso, esas emociones aún perduran y sé que han venido para quedarse, son algo que no podre separar de mí nunca. Sé que está mal, pero no me importa, me da igual. Ya sé para que he nacido.
Hacía ya bastante que había amanecido. Recuerdo haber escuchado algunos pajarillos cantar al despertarme, aunque la verdadera razón de que abriera los ojos fue el atronador ruido de un berbiquí, que más que hacer agujeros, parecía estar practicándole algún tipo de tortura china a una pared embaldosada.
Aquel deleznable ruido martilleaba mi subconsciente, que lucha por mantenerme dormido, a pesar de saber que era una batalla perdida. El sueño y las consecuencias de todo el alcohol que me metí anoche entre pecho y espalda se hicieron patentes en forma de un empanamiento mental matutino y en crecientes ganas de provocarle el mismo dolor de cabeza que me causaba la resaca al vecino que, inocentemente, taladraba la pared en ese momento. Intenté apartar de mi mente aquellas molestias (aunque molestias sea como llamar cerilla a un incendio) y me concentré en recordar que había hecho la noche anterior tras recibir la llamada y escribir el diario. Recuerdo haber escuchado a Antonio llamarme para que me uniera a la fiesta que celebraban mis amigos en mi honor. Entonces recordé haberlo visto caminando hacia mí y extendiéndome una botella de vodka con una mano y un vaso con la otra, mientras me señalaba una botella de coca-cola con la mirada y luego una mesa llena de botellas de distintos tipos de alcohol diferentes. Lo siguiente que recuerdo es el berbiquí…
Ignorando la evidente pérdida de neuronas que innegablemente habrá provocado la fiesta de anoche, me levanto, mareándome con el movimiento, y miro por la ventana con la esperanza de no haber destrozado el coche durante la fiesta o al volver a casa. Suspiro aliviado al ver que mí no demasiado nuevo coche, que ha tenido ya cuatro dueños distintos contándome a mí, sigue todo lo intacto que estaba la mañana anterior. No es un deslumbrante deportivo alemán, pero al menos sirve para moverse. Aunque mis padres tienen dinero, no me gusta depender de ellos, que siempre quieren pagármelo todo, así que me compré este coche con un dinero que gane cuidando niños por las noches y en vacaciones. Recuerdo la suma que alcanzaron anoche algunos de mis cuadros y pienso que tal vez pueda darle la jubilación que se merece. Cierto, la exposición de anoche. Miro el reloj al recordar que hay que ir a recoger. Las once y media. Va siendo hora de levantarse y desayunar. Todavía hay muchas cosas que hacer, no sólo había que preparar el evento, limpiar también es parte del trabajo. Me sacudo la pereza (mi amiga más fiel, ya que me ha acompañado en todo cuanto he hecho a lo largo de toda mi vida, aunque sé que es una mala influencia), y me dirijo al comedor. Desayuno un plato de cereales con la mirada fija en un punto al que no presto atención. Estoy en la parra completamente. Al acabar, dejo el plato en el fregadero para que le haga compañía al resto de la vajilla sucia de esa semana. Vivo casi como un cerdo, aunque los verdaderos cerdos viven en mejores condiciones de higiene. Me doy una ducha rápida que me despeja las ideas y el tufo a alcohol. Me visto y cojo el coche para hacer otra vez más el trayecto que, de tanto repetirlo toda la semana, podría hacer con los ojos cerrados.
Llego a mi lugar de aparcamiento habitual y camino hasta La Casa Bella. Una vez allí, la rutina de toda la semana se repite, solo que a la inversa. Quitar en lugar de poner. Por suerte, al haber vendido tantos cuadros y al no tener que estarlos colocando siguiendo un orden estético, quitar las cosas de su sitio es más fácil que ordenarlas. Es curioso como destruir es más fácil que crear. Antonio, mi mejor amigo llega un poco más tarde que yo. No se lo reprocho, ha venido porque quiere, y su compañía me ayuda a soportar mejor la tediosa tarea que estoy llevando a cabo.
— Menuda te pillaste anoche, ¿eh? – Me dice entre sonrisas y un fingido tono de reproche. Sé que en el fondo se alegra de haberme visto comportarme como un idiota.
— La verdad es que no recuerdo nada, aparte de ver al mayor capullo de la historia caminando hacia mí con una botella de vodka y diciendo: una noche es una noche.
— ¡Eh! ¡Eh! Que yo te he hablado con respeto, cosa que no mereces después de como acabaste anoche. Debería haber grabado la cara de tu ligue al verte darle cabezazos a la pared gritando: ¡Sal de mí! Fue simplemente épico- y estalla en carcajadas. Noto como empiezo a enrojecer y él, al ver mi cara se ríe más – Bueno, aparte de eso no hiciste demasiado el ridículo. Por lo menos, no más de lo que sueles hacerlo. Aunque te quedaste sin picarte a la rubia.
— ¿Qué más da? – Le pregunto – Total, no iba a acordarme de nada, así que…
— Cierto. Y dime: ¿Qué se siente vivir como el resto de los mortales con una memoria dentro de la media: cero?
— Preocupantemente irrelevante…
— Ya ves, a todos nos la sopla bastante olvidarnos de algo. A no ser que tengas amigas con derecho a roce, novia y, o esposa. Como se te olvide una fecha importante te puedes ir preparando para una bronca y dormir en el sofá.–Dice con cara que intenta parecer afligida al recordar esas situaciones, aunque se le escapa una sonrisa.— Aunque claro, perder un billete de quinientos euros tampoco es una tontería… No nos engañemos nunca veré un billete de quinientos...
¡Ay este Antonio! Le conozco desde que teníamos tres años. Fue el primer día de infantil. No recuerdo mucho de aquella época, pero sé que casi no hablábamos entre nosotros hasta que empezamos primaria. Durante el recreo, él sacaba un tablero de ajedrez y se pasaba todo el tiempo que podía jugando contra sí mismo. Apenas habíamos hablado un par de veces, pero mi curiosidad pudo a la vergüenza y me acerque a preguntar. Para ser sincero, el juego en sí no me llamaba la atención, sino más bien las fichas que lo conformaban. Estaban talladas en madera, de tal manera que cada una tenía la forma de lo que representaba. Los peones tenían forma de soldados, las torres eran atalayas con diminutas muescas que le daban un aspecto enladrillado. El caballo era un caballo con las patas delanteras levantadas y un jinete montándolo. Los alfiles llevaban sombreros de obispo, aunque llevaban espadas y armaduras. Pero las cuatro fichas que más me cautivaban eran los dos reyes y las dos reinas. Tenían un detalle impresionante. Los reyes, la armadura de uno blanca y la del otro negra, transmitían una fuerza y una determinación increíbles, con cuerpos musculosos que habrían intimidado a cualquiera. Las reinas, con vestidos largos y llenos de adornos, eran hermosas. Hermosas es poco. Eran de una belleza incomparable y denotaban infinita sabiduría. Esa sabiduría femenina que nadie comprende, pero a la que más vale hacer caso. Casi puedo recordar nuestra conversación:
— ¿De dónde las has sacado?
— Eran de mi abuelo. – me contestó con la mirada vacía.
— ¿Eran? ¿Te las ha regalado? – pregunté instantes antes de comprender a lo que se refería.
— No. Murió hace poco más de un mes.
— Lo siento. –Esas dos tristes palabras es lo único que se me ocurre decirle. Es difícil saber que decirle a unos ojos que destilan tristeza. Además, le comprendo, mi abuelo también había muerto el año anterior i recordaba ese vació de perder a un ser querido.
— No pasa nada. Él mismo talló y pintó las piezas él solito. Me enseñó a jugar el año pasado. ¿Tú sabes jugar? – Preguntó un poco más animado.
— No… He oído hablar del juego y de que se hacen importantes torneos, pero poca cosa más. -Me humilló un poco reconocer mi ignorancia.
— Tranquilo, yo te enseño y juegas contra mí. A no ser que no te guste perder todo el tiempo. –Su intento de parecer desafiante fue un fracaso gracias a su redondita cara.
— Bueno, todavía tengo que aprender, pero no puedes ganarme siempre, ¿acaso crees que si?
— Me enseñó el mejor – se encogió de hombros y me preguntó con confianza en la voz – Mira, hagamos un trato. Jugamos cien partidas. Por cada una que ganes, te quedas una ficha. Por cada partida que gane yo, me haces los deberes de una semana.
— Hum… -Ya había tomado la decisión, no tardé más de un segundo, quería esas piezas a cualquier precio, solo quería hacerme el interesante- Vale, acepto. Pero, ¿No son un regalo de tu abuelo?
— Sí, pero no me sirven de nada si no puedo tener una partida interesante con alguien.
— Supongo que no es demasiado divertido jugar solo…
— Ni demasiado ni poco. Nada divertido. Aun así, no voy a perder ni una sola pieza. – Y me miró son una sonrisa en los labios y un gesto de desafío en los ojos
Recuerdo todo eso en un instante y me despierto de mi ensoñación con una colleja amistosa.
— Reacciona, muermo, hora de comer. Venga, genio del arte, invito yo.
— ¿Y después qué, guapetón? ¿Un completo? – Agito las caderas como si trabajara en una esquina y le lanzo una mirada lasciva.
— Ya sé que eres como una especie de puta musical, pero ni por todo el oro del mundo ni con todo el alcohol del universo en mis venas, te pediría un completo, y menos aun pagándote la comida.
— Jo… Con las ganas que tenía de pagártela con favores músico-sexuales…
— Págamela con un “gracias” y listo. La última persona que te pidió favores de ese tipo fue la tía de ayer. Y mira lo que se encontró, un borracho masoquista al que le mola darse de cabezazos. No le iría ese rollo, aunque con lo buena que estaba, no me habría importado que me castigara.
— Deja a la rubia de anoche, tengo hambre.
— Vale, vale. Vamos a un chino de por aquí cerca, inser.
— Si señor, lo que usted diga, mientras me pague.
— Si, te voy a pagar, pero la tumba si no te dejas de mariconadas.
— ¡Eh! ¡Eh! Que yo te he hablado con respeto, cosa que no mereces con esa homofobia
— Uno: No tengo nada en contra del colectivo gay. Dos: ¿vamos recuperando la memoria, eh?
— Para tu desgracia.
Me lleva a un buffet libre chino en el que servían comida que estaba muy buena, pero no creo que esté en el ranking de sanidad entre los mil más limpios. Charlamos un rato y recordamos viejos tiempos en los que solíamos hacer algo más que recordar viejos tiempos. Nos echan del local discretamente apagando y encendiendo las luces y pasamos la tarde caminando y hablando por el paseo marítimo. Él también se ha acordado de cuando nos conocimos y de cuando se quedó sin piezas de ajedrez en la partida numero setenta y dos y de cómo intentó recuperarlas usando el tablero en una partida de todo o nada.
— Todo por culpa de tu maldito alfil de la suerte –Dice malhumorado.
— Sí, seguro que no tiene nada que ver con que fuera más listo que tú y que usaras siempre las mismas tácticas.
— Oye, que el que te tuvo que repetir constantemente que el rey no puede proteger a la reina por caballerosidad fui yo.
— ¿De qué sirve un rey si exterminan a todo su pueblo y matan a su reina? ¿A quién se trinca después?
— A la hija del panadero, a una granjera cualquiera, a la zapatera, a la hermana buenorra del mozo de cuadras, a una o más rameras, a una tabernera, a una sirvienta, a una doncella... A quien quiera, para algo es el rey.
— Repito: exterminan a todo su pueblo.
— A ver, ignorante de la vida, a la guerra van los hombres, las mujeres y los niños no.
— Ya, claro, como que si te conquistan no van a quemar los poblados ni secuestrar a tus mujeres e hijos.
— Tío, que es un jodido juego con sus jodidas reglas, simplemente acéptalas. ¿A que no te cuestionas la moralidad de darle una patada a un balón en el fútbol?
— ¿Quieres que entremos en un debate filosófico-ético sobre lo malvado que es el fútbol y la manera en que corrompe a la sociedad?
— ¿Y tú quieres que entremos en un debate entre tu nariz y mis nudillos si no dejamos las tonterías ético-morales del ajedrez y del fútbol?
— Tú ganas… - digo ocultando a medias una sonrisa, siempre ha sido y siempre será el mismo macho ibérico con más conexiones neuronales en las gónadas que en el cerebro.
Nos pasamos toda la tarde paseando por las calles de Tosi, la capital de la isla y donde está el museo. Primero por los intrincados callejones del casco antiguo y luego por las avenidas, mucho más grandes y anchas. Sin saber cómo, acabamos cerca del paseo marítimo y nos quedamos observando el mar durante lo que bien podrían ser segundos, minutos días o años, no me habría dado cuenta del paso del tiempo. Ojalá nuestra vejez sea así, sin preocupaciones, pasando el tiempo con nuestros seres queridos y haciendo lo que más nos gusta.
Desgraciadamente las utopías son solo sueños inconcebibles
Cuando se acercó la noche, Antonio dijo que necesitaba unas horas de dormir, así que se fue antes que yo, porque tenía el coche más cerca. Me preguntó si quería que me esperara y que volviéramos a la par, pero me bastó ver su cara de sueño para decirle que le vendrían bien los minutos que iba a tardar en coger el coche.
Así, tras una tarde magnífica con mi mejor amigo, llegó la que hasta ahora podría catalogar como la peor noche de mi vida, la mejor, o la más reveladora.
Caminé tranquilamente el trecho que había entre el paseo marítimo y el museo, y a partir de allí, seguí el camino que tantas veces había recorrido a lo largo de la anterior semana con la tranquilidad con la que uno camina por su casa, sin darme cuenta de que al pasar al lado de un callejón, un hombre con ropa negra y oculto entre las sombras del callejón me esperaba, a mi o a cualquier incauto que a esas horas caminara por allí. Solo me dio tiempo de ver como la sombra que era él se movía en la oscuridad dirigiendo rápidamente un cuchillo hacia mi pecho.
— ¡Suelta todo el dinero! – dijo gritando con la voz de alguien que llevaba tanto tiempo sintiendo hambre que ya ni la notaba
— Tranquilícese, por favor – susurré intentando parecer mucho más sereno de lo que estaba, lo que resultó en una voz chillona y temblorosa- no llevo nada encima, mírelo usted mismo. – Saqué la cartera y la sacudí boca abajo, demostrando así que estaba vacía salvo por los documentos. También le di la vuelta a mis bolsillos para que los viera llenos de nada.
— ¡Ahí tienes tarjetas, saca dinero y dámelo! – Dijo con menos resolución que antes.
Envalentonado por la poca seguridad que denotaba ahora su voz y agradeciendo las clases de defensa personal que había recibido le dije:
— ¿O sino que? – un error tremendo. No me dio tiempo de reaccionar cuando ya me había intentado clavar el cuchillo. Antonio tenía razón, el alfil da suerte. Siempre lo llevo colgado, y por algún capricho del destino el cuchillo fue a parar a la pieza de ajedrez, por lo que lo único que sentí la fuerza con la que me golpeó. Me aparté todo lo rápido que pude, que no fue mucho, y vi al hombre, huesudo y vestido de negro corriendo hacia mí y blandiendo el cuchillo desesperadamente, aunque perplejo por no haberme matado aún. Consiguió hacerme un corte en la espalda, y me hizo gruñir de dolor, pero me supe sobreponer y me alejé de él.
— ¡Ven aquí pequeño hijo de puta! – gritaba. Me giré cuando me alejé algunos metros y corrí hacia el con el ademán de darle una patada. Él se protegió de esa finta sin darse cuenta del engaño y le agarré la mano del cuchillo mientras intentaba recuperar el equilibrio, y al sentir la fuerza desesperada con la que ese hombre desesperado intentaba matarme, un escalofrío helado me recorrió toda la espalda hasta llegar al sitio donde tenía ahora el nuevo corte al verle los ojos y comprender lo que vi en ellos: alguien moriría, el o yo. No pude decir ni hacer nada, solo defenderme de sus empujones brutales a pesar de no ser más que un saco de huesos. Yo estaba mejor alimentado y era un poco más alto, así que estaba más fuerte, pero pocas cosas pueden detener a un hombre que ansía sobrevivir y que ya no tiene nada que perder. En el lapso de unos pocos eternos segundos, la fuerza de sus embestidas disminuyó y yo conseguí empujarle a pesar del dolor que me punzaba y propinarle una patada en el costado. Él soltó el cuchillo del dolor y yo lo cogí (por suerte o casualidad) en el aire. Él se recuperó más rápido de lo que tenía previsto y empezamos a forcejear entre jadeos, gruñidos, sudor y sangre. Me sentía más vivo que nunca, podía percibirlo todo: podía sentir el calor que emanaba mi cuerpo, podía oír nuestras respiraciones entrecortadas, podía oler la desesperación que destilaba su cuerpo y veía el mundo girar a nuestro alrededor, en nuestro mortal baile. Seguimos así unos segundos hasta que, en una sacudida demasiado brusca, el cuchillo rasgó su cuello, dejando que la sangre caliente manara casi en un chorro y ahogara sus gritos en unos borboteos sanguinolentos.
No aguanté más la escena cuando se derrumbó sobre mí, dejando que su sangre, sangre de un hombre desesperado, ahora muerto se regara sobre mi cuerpo y me impregnara de su olor y llegara incluso a notar su sabor cuando un poco me llegó a la boca. No aguanté más, porque al sentir lo que sentí, no me sentí horrorizado, ni asustado ni siquiera arrepentido, descubrí el ser horrible y monstruoso que habitaba en mi interior. Había matado a un hombre y lo había disfrutado. “Ya sabes que eres, un asesino” me dijo la voz de mi interior, que no volví a escuchar en toda la noche. Es la primera vez que me llama así, aunque puede ser porque me estoy volviendo loco.
Me limité a mirar el cadáver cuando un vecino que había oído los gritos se acercó a ver qué pasaba. Sé lo que vio, porque llamó a la policía y porque le entraron arcadas: vio a un hombre cuya piel, de cada vez más pálida, le confería poco a poco el aspecto de un muerto, peor que el que ya tenía aun cuando su corazón latía; y frente a él, un hombre con un cuchillo en la mano, cubierto de sangre de la cabeza a los pies, intentando rescatar el placer que poco antes había llenado su boca y le había excitado el resto de sus sentidos, con la mirada fija en lo que consideró su nueva obra de arte, con una sonrisa en los labios, de los que se relamió una última gota de sangre.
Hace poco que he vuelto del cuartelillo. Es normal que me tomaran declaración, había matado a un hombre, pero por suerte, había más de un vecino mirando, por lo que declararon a mi favor y no se abrió ningún expediente. Además, la herida en mi espalda ayudaba a mantener mi inocencia. Tuvo que venir un médico a coserme y a ponerme algunas gasas, pero me dijo que aunque dejaría cicatriz, no sería nada molesto, salvo por cómo había rasgado mi tatuaje. Era un corte superficial.
En el cuartelillo me atendió un hombre bajo, con el pelo castaño y un tanto rizado, con ojos pequeños pero inteligentes. Es el tipo de hombre que no destaca por su corpulencia, que si pudiera ser negativa, este la tendría. Pero también es el tipo de hombre al que a uno no le interesa tenerlo como enemigo, más por su capacidad analítica y su manera de expresarse, que puede hacer que sin querer digas algo que te podría comprometerte. Un hombre listo, como los que casi no hay, casi una especie en peligro de extinción.
Sé que lo que he hecho es horrible, sé que debería sentirme roto por dentro, que debería sentirme asqueroso, deplorable, deleznable o como mínimo culpable. Sé que ese hombre tal vez, dentro de su cuerpo desnutrido aún conservara alguna esperanza de tener una vida mejor, que tal vez tenía sueños, que tal vez tenía familia a la que quería alimentar. Pero también sé que eso me da igual, y que me siento bien. He matado a un hombre, y su cadáver, cada vez más frío y pálido, lo único que me hacía ver era mi ansiado arte definitivo, la excitación de todos los sentidos en una única obra. Pero lo más importante. Sé que volveré a hacerlo. Sé que es un juego peligroso y que las posibilidades de salir bien parado son muy pocas. Pero la recompensa es demasiado gratificante, como la pasión de dos jóvenes entregados, en silencio y escondidos, al deseo y al placer. Además, tengo un buen contrincante en esta partida. Aunque es bajito y enclenque, este hombre, el inspector Carpacho, será un buen rival. Pero eso no me preocupa, sé que ganaré. Por muy listo que sea, nadie es más listo que yo.
4: Capitulo 318 de septiembre de 2013
Negras sombras bailan sobre la hierba. Una brisa recorre toda la habitación, ya de por si fría, haciendo que el aire hiele hasta al más fuerte fuego. Una macabra melodía resuena. Los instrumentos, voces torturadas durante siglos en los fuegos del infierno. Siento la hierba como si fueran cuchillas que me atraviesan y me cortan cada vez que me acarician. La tierra a la que se sujetan está llena de diminutas estacas que me perforan la piel cada vez que las toco. El dolor me hace caer de rodillas, agujereándome hasta el hueso y haciéndome sangrar vida. Las sombras corroen mi alma cada vez que me tocan, y la brisa me convierte poco a poco en un muerto bloque de hielo. Mis pulmones me arden por el frío, frío que ya no noto, que solo duele. El aire huele a sal y azufre, con un ligero toque de agonía y sufrimiento. Cuando mi respiración empieza a apagarse, las voces atormentadas dejan de cantar su terrible canción. Una luz blanca inunda el lugar y con esta, llega el calor y desaparecen las sombras. Las briznas de hierba empiezan a romperse en millones de pedazos, hasta que solo queda una fina capa verde, blanda y reconfortante que me libera del sufrimiento que me causa tocar el suelo, ahora más mullido. El aire empieza a oler a flores silvestres y una dulce voz empieza a cantarme al oído una nana. Me olvido pronto del dolor, y cuando me giró para ver quién me ha salvado de mi pesadilla, todo se vuelve negro y abro los ojos.
Ha sido un sueño un poco extraño. Tardé un par de minutos en reconocer la voz que me cantó la nana. Es de la chica que me regaló el diario, una vieja amiga que conocí cuando hacía primaria, poco después de conocer a Antonio. Es una chica guapa, con el pelo castaño y muy rizado que le llega un poco más que por debajo de los hombros y con la piel pálida a la que en verano le salían pecas por el Sol. Es una chica atractiva e inteligente, además de amable, cariñosa y generosa, a pesar de ser un poco ingenua y ser tan buena que parece tonta. Es todo lo que un hombre que no piensa sólo son las gónadas desea. Su familia tiene una panadería cerca de donde vivía con mis padres y mi madre siempre compraba allí el pan, por lo que se hizo amiga de ellos. Mi amiga, Amaia, a pesar de llevar los estudios aceptablemente, acabó heredando la panadería cuando sus padres se jubilaron anticipadamente, pero es un trabajo que le gusta, así que es feliz. Desde que dejé de ir al instituto, no nos vemos tanto, pero en mi casa siempre hemos sido de ir a comprar el pan por las mañanas pronto, así que la veo cada día.
No es la primera vez que sueño que me calma todos mis males, y no es reciente. Tal vez, aunque no lo haya reconocido nunca, esté un poco enamorado de ella, pero tampoco es algo en lo que haya pensado en profundidad. Al levantarme me di una ducha a rápida y me volví a poner gasas en la herida para que no manchara la ropa. Bajé a comprar una barra de pan y un litro de leche, que ya no tenía y que por suerte Amaia vende a un precio que no parece que compres la vaca completa. También compré unas cuantas magdalenas, napolitanas y una tarta de fresas para mis padres, que, lejos de querer quedarme a limpiar mi pocilga, he ido a visitarlos. Mi padre es un hombre muy goloso, al que lo conquistas con chocolate, pero mi madre es un tanto más refinada, así que con simples napolitanas no la compras. Por eso, y para disminuir el disgusto que sabía que les causaría mi trifulca de anoche le he comprado la tarta de fresas.
Mantuve una conversación normal con Amaia, salvo por las alabanzas por mi música, aunque críticas (que comparto) hacia mis cuadros. Aunque sean conversaciones sin importancia, normales y corrientes, siento que hay algo más, aunque nunca le he comentado nada. He intentado eludir por completo el tema de ayer, aunque ha sido difícil, todavía me pinchaba el dolor de la herida. Volví a casa y desayuné, y luego fui a verme a un espejo la herida que me hice anoche, para verla bien y con calma. Antes de explicar mi herida, debería contar que tengo un tatuaje. Fue otra apuesta con Antonio. Una apuesta absurda, pero que tenía su gracia. Básicamente, él tenía que ligar con cinco chicas en una sola noche. Si lo conseguía, yo me tatuaría un tablero de ajedrez en la espalda con fichas incluidas. A mí no me hacía gracia porque aparte de que parecería un obseso del ajedrez, al envejecer se me arrugaría todo y la estética del tatuaje quedaría destruida. En caso de que no lo consiguiera, el debería llevar una nariz de payaso durante las mismas semanas que chicas le hubieran faltado por ligarse. Acepté porque era la primera vez que íbamos de fiesta a una discoteca a la que nos dejarán pasar y nunca imaginé que lo conseguiría. No solo lo consiguió, sino que además ligo con dos más, y paró porque estaba amaneciendo. Debo reconocerlo, tiene madera de ligón.
Por ello, tuve que hacerme el dichoso tatuaje llevando una nariz de payaso los dos primeros días que tardé en hacérmelo, condiciones post-apuesta de Antonio. Tardaron un par de días, porque el diseño era complejo, y la piel no soporta tanto tinte en poco tiempo. Además, el dolor me mataba, sobre todo al pasar cerca del costado y por columna. Pero debo reconocerlo, me quedó bien el diseño, y mejor aún en mi espalda. Y eso que soy mi peor crítico.
Desde entonces, llevo ese tatuaje en la espalda. Anoche el médico me dijo que la herida me dejaría cicatriz en el tatuaje, lo que me preocupaba mucho, ya que no me salió barato. Al verme en el espejo, vi como el corte no había sido demasiado largo, lo justo como para ir de un lado a otro en uno de los cuadros del tablero. Curiosamente, el corte lo tengo en el cuadrado del tablero donde está el alfil que se corresponde al que llevaba ayer colgado. Fui a buscar la pieza, que la había dejado en la mesita de noche sin prestarle atención y observe por donde estaba rota. Nunca sabré si fue cosa de casualidad, o si algo o alguien superior a nosotros me llevó a la coincidencia que encontré. Ayer, rajé al hombre, y él cortó y rompió la ficha exactamente por el mismo sitio: Por el cuello.
Aún sorprendido por tantas coincidencias, recordé lo que sentí al matar a aquel hombre. Me planteé muy seriamente lo de volver a matar. Sabía que estaba mal, y sabía que podría traerme consecuencias, pero sentía que lo necesitaba, necesitaba volver a sentir la sangre de un ser humano humedeciéndome los labios. Aguanté ese impulso y acabé de prepararme para ir a visitar a mis padres. Busqué las llaves durante media hora (nunca entenderé como soy capaz de recordar con detalle cosas que pasaron hace años, pero no recordar donde he dejado las llaves) aproximadamente, y enfadado por perder el tiempo de esa manera, me fui a casa de mis padres caminando.
No viven muy lejos de mi piso, a unos quince minutos a pie, por lo que coger el coche es un derroche absurdo de gasolina. Antes vivíamos en un piso pequeño que en principio estaba pensado para una sola persona. La “casa” tenía una única habitación y una cocina-comedor que también cumplía la función de salón. El único que tenía trabajo era mi padre, ya que mi madre no encontraba, y todo lo que le ofrecían no le permitía cuidarme a mí o pagar una guardería. Mis padres eran felices juntos. Siempre que estan cogidos de la mano, es como si el mundo entero desapareciera, con todos sus males y dolores. Pero en cuanto se tenían que separar, la tristeza cruzaba sus rostros. Hubo una época en la que mi madre solía llorar. Lloraba cuando mi padre no estaba, supongo que para no preocuparlo. Lloraba en silencio, se encerraba en la cocina, donde yo tenía prohibido entrar a no ser que fuera la hora de comer o el tiempo en familia. La oía sollozar y desahogarse cada día durante lo que fueron más de tres meses. La muerte de mi abuelo, su padre y último familiar vivo, fue la gota que colmó el vaso. No dejó de llorar. Solo se tranquilizaba cuando estaba mi padre, pero aun así le costaba mantener la compostura delante de él, y él tenía que consolarla durante lo que podían ser minutos o horas. Empezó a demacrarse, las ojeras se le marcaron más, y a pesar de tan solo tener veinticuatro años, la vejez ya empezaba a marcarse en su rostro. Más tarde dejó de llorar, pero pasó de ser una persona a ser un mueble. No veía lo que la rodeaba, tenía siempre la mirada perdida. No hablaba, no se quejaba, no se movía. Realizaba todas sus tareas de manera mecánica, hacia la comida con lo que podía y se la comía sin saborearla. Luego, lavaba los platos, y se sentaba a mirar la televisión sin verla. Parecía un fantasma que lo único que hacía era rondar por la casa, sin la esperanza de volver nunca a la vida.
Mi padre también empezó a sumirse en una depresión profunda. Primero, por la actitud de mi madre. Nunca habían estado tristes el uno al lado del otro, el simple hecho de estar cerca ya los hacía ser felices. En ese momento no. La segunda causa, eran las crecientes deudas que adquiríamos por el simple hecho de comer y vivir. Supe que todo había acabado, que no saldríamos adelante el día en que vi una lagrima en los ojos de mi padre. Había visto llorar a mi madre muchas veces, pero en ella, era normal, es un ser sensible al que le cuesta poco ser feliz, pero le cuesta menos derrumbarse. Mi padre, al contrario, es un hombre fuerte al que nunca había visto ni he vuelto a ver llorar. Supe de inmediato, al ver rodar esa pequeña gota en su cara que no teníamos esperanzas.
Al día siguiente, me dijeron que solo teníamos veinte euros para pasar las navidades (ya que estábamos a mediados de diciembre) y que, aunque no podrían regalarme lo que yo quisiera y menos aún celebrar una fiesta, ese dinero era para mí y que podía hacer con él lo que quisiera. Sabía que nuestra situación no era para nada buena y que, veinte euros no iban a arreglar nada. Así que no pasaría nada si mis padres no contaban con ese dinero. Por ello, le pedí a mi padre que me regalara un billete de lotería.
Y se hizo el milagro navideño.
Cuando aquel niño bien vestido de la televisión que recitaba los mismos números que tenía impreso nuestro billete de lotería, mis padres se miraron incrédulos al principio. Una lágrima salió del ojo izquierdo de ella. Otra salió del ojo derecho de él. Parecían coordinados hasta en la sorpresa. Yo pegué un grito de alegría, porque comprendía que nuestra mala racha se había acabado y que la luz volvería a nuestro hogar. Vi sonreír a mi madre de verdad después de mucho tiempo y, casi como un acto reflejo, la sonrisa de mi padre apareció un instante después.
Lo primero que hicimos tras cobrar el billete y salir por la televisión fue ir a comprar ropa. No la barata incluso para los vendedores de mercadillo, sino ropa buena de verdad, de esa que cada prenda cuesta un mes de un sueldo normal. Luego, mis padres se dedicaron a ir personalmente a pagar las deudas que debían. Cuando uno tiene dinero siente que tiene el mundo a sus pies y que puede hacer lo que quiera. Por suerte o por desgracia es así.
Lo siguiente, fue ir a hacer compras de navidad. Antes de nada, compramos una casa. No demasiado grande, con habitaciones del tamaño de las de una casa normal. Una casa mediana, con las habitaciones justas para los tres y dos invitados más. Enseguida se dispusieron a comprar muebles para la casa nueva. Tampoco eran demasiado extravagantes, ni del siglo XVII ni telas de Florencia del año de la puerca ni cosas raras. Solo muebles, los necesarios para vivir y para tener algún que otro lujo. A pesar de haber ganado el gordo de la lotería, mis padres sabían bien que no era algo eterno, así que decidieron que lo mejor era comprar con cabeza.
Estuvieron muy pesados con el tema de que como yo había comprado el billete tenía derecho a pedir lo que yo quisiera, total, éramos ricos. A pesar de eso, yo no quería nada en particular.
Me había acostumbrado a una vida sencilla y casi sin ningún privilegio y me costaba cambiar de mentalidad en el lapso de 24 horas que tardaron mis padres. La cosa quedó en que ya pediría algo cuando me apeteciera. El día de la víspera de navidad, cuando aún no nos habíamos instalado ni por asomo en la casa nueva, decidimos ir a un restaurante de alta categoría. De esos a los que hay que ir vestidos con trajes incómodos como el que llevé a la presentación y en los que te atienden camareros estirados con trajes de pingüino a los que solo les falta un bigotillo al estilo Dalí para ser una caricatura perfecta de la alta sociedad.
Lejos de importarme todo eso al entrar al local, lo que me llamó más la atención de todo fue el sonido pacífico y tranquilizador, a ratos alegre a ratos melancólico que provenía de algún lugar armonizando toda la estancia. La demás gente no parecía darse cuenta de que aquello era algo mágico, más que sonido, ni siquiera mis padres, que no comprendieron mi petición de sentarnos al lado de aquel magnífico instrumento.
Era un piano de cola negro, precioso como él solo. Quién estaba sentado tocando era Gabriel. Mi fija mirada debió de llamar su atención, porque me empezó a observar y abrió los ojos como si hubiera recordado quien era. Se me acercó en cuanto acabó de tocar y tras un pequeño gesto suyo un pequeño grupo de cuatro integrantes empezó a tocar canciones suaves de fondo.
— Vosotros sois la familia que ganó la lotería cuando estaban a punto de perderlo todo, ¿verdad? – preguntó.
— ¿Tan famosos somos? – Dijo mi padre con una sonrisa.
— Me llamó mucho la atención vuestra historia cuando la leí en el periódico – contestó encogiendo los hombros y pasando su mirada por nosotros tres, deteniéndose en mi unos instantes. Mis padres se preocuparon por su interés en mí, y casi instintivamente se levantaron a la vez para darle la mano y rodearme de paso en actitud defensiva. – Me llamo Gabriel, soy músico profesional como podéis ver, me gano la vida tocando en restaurantes como este para ambientar un poco.
— Supongo que ya sabes nuestros nombres, pero igualmente nos presentaré. Yo soy Marcos Ceratí y esta es mi esposa, Ana Baldés. Este es nuestro hijo. Él compró el billete de lotería ganador con los últimos 20 euros que nos quedaban. – Le contó mi padre mientras me tapaba el cuerpo con la mano extendida-.
— ¡Qué suerte tienes! eh, ¿pequeñajo? – Me dijo alegremente mientras me miraba y me tendía la mano, una mano fuerte y grande pero que suave y rápida-.
— ¿Cómo se toca el piano? – Pregunté yo sin tapujos ni vergüenza.
— ¡Silvio! ¡Sé más respetuoso con el caballero! – Me riñó mi madre. Gabriel se rió a carcajadas y le dijo a mi madre:
— No se preocupe mujer, es evidente lo fascinado que se siente su hijo ante el instrumento. Hacía tiempo que no veía a nadie mirar así un piano, con esa intensidad, intriga y ansia.
— Enséñeme a tocar, por favor. – No sabía porque se lo había pedido. Sentía mucha curiosidad y, como él había dicho, estaba fascinado, pero no como para ponerme así. No me sentía yo, como si no fuera yo quien le pidiera algo, como si fuera un mero espectador. Pero a la vez sentía que debía pedírselo, una necesidad imperiosa de aprender, de endulzar mi vida con música para abstraerme del mundanal ruido. Los pocos instantes que escuché esa armonía me bastaron para saber qué era lo que quería en mi vida, dispuesto a dejar todo lo demás. Y sin saber cómo, en unos instantes, necesité aprender a hacer música a partir del silencio.
— ¡Silvio! ¿Qué te acaba de decir tu madre? – Dijo mi padre, siguiendo la misma línea que mi madre.
— ¿De verdad tienes ganas de aprender? ¿Desde cuándo? – Preguntó Gabriel haciendo caso omiso de mis padres.
— La verdad, desde que he entrado a aquí, aunque no sé si lo haré bien.
- No te preocupes, lleva años adquirir la técnica necesaria para tocar muy bien, pero tú aún eres joven, tienes mucho tiempo por delante. ¿Cuántos años tienes?
— Tengo seis años.
— ¿Seis años? ¡Cualquiera diría que tienes diez! – esas pequeñas mentiras que dicen los adultos a los niños para que sientan mejor de lo que en realidad son para subirles la moral. – Que os parece a ti y a tus padres cenar conmigo en mi casa en noche vieja.
Así conocimos a Gabriel. Poco después, empezó a enseñarme a tocar y cada tarde, a las cinco y cuarto, iba a su casa a continuar las clases hasta las ocho y media, hora a la que se iba a trabajar al restaurante.
Llegué a la casa de mis padres, una casa de dos pisos, con la fachada color amarillo canario, las persianas azules y la puerta de madera barnizada y sin pintar, con un pomo en forma de mano, una cerradura con una rosa en relieve y un timbre normal. A mis padres les encanta tener todo de colores, cuanto más cromático sea, mejor para ellos. Toqué el timbre y mi madre tardó cero coma segundos en abrir con una radiante sonrisa tirándoseme al cuello para abrazarme.
— ¿Cómo estás cariño? – me preguntó con ese amor que sólo las madres saben dar, después de darme un beso en la mejilla
— Hola mamá. Bastante bien – no quería preocuparla con mi herida, así que decidí contárselo luego, no sé cómo lo hace, pero siempre me saca una sonrisa – ¿Y vosotros? ¿Dónde está papá? – Lo normal sería que estuviera con ella, así que se me hizo extraño.
— Ha ido a comprar butano, que se ha acabado. ¡Mira que cortinas tan chulas compramos el otro día! – Pasé y me mostró no solo las cortinas, sino que aprovechó y me enseñó todas las fundas, desde las del sofá a las de las almohadas que tenía nuevas. Había pintado la casa otra vez, una habitación de cada color, para darle una vida diferente a cada una, haciendo que las cortinas, las sábanas y las fundas combinaran perfectamente con cada tonalidad. Si había algo que mi madre sabía hacer sin necesidad de estudiar, era decorar.
— Son muy bonitas, pero, ¿y las fundas y cortinas viejas?
— Las tengo todas en el cuarto de la colada, para lavarlas todas y donarlas a los más necesitados, que están casi nuevas y tal vez alguien más pueda usarlas.
Mis padres, desde aquella época en que tuvimos que vivir casi casi del aire, han ayudado a la gente sin recursos. Saben que el dinero no crece de los árboles y que no todo el mundo tiene golpes de suerte como nosotros, así que hacen lo que pueden por ayudar a los que no tienen tanto. Tal vez sean un ejemplo vivo para aquellas altas esferas que, lejos de ayudar a la gente sin recursos, se aprovecha de ellos y los usa como excusa para sus propios fines.
— Me parece muy monísimo de la muerte todo, pero, ¿qué es eso que huele tan deliciosamente? Empieza a haber hambre eh.
— ¿De verdad huele bien? Tu padre y yo hemos pillado un resfriado y tenemos los dos la nariz tapada. Pero no te preocupes, ahora que llegue tu padre empezaré a servir la mesa.
Legó mi padre pocos minutos después, con dos bombonas de butano y las llevó al cuarto de la lavadora, donde estaba la conexión con el gas. Me saludó, con un abrazo fuerte y los dos empezaron a hacerme preguntas con esa sincronía suya, tan peculiar. Nunca he visto dos seres tan compenetrados como mis padres. Son diferentes entre sí, a uno le gusta el Rock, a la otra las baladas, a uno le gusta comer carne, la otra disfruta de las ensaladas, uno compra napolitanas de chocolate, la otra siempre pide empanadas. Pero aun así, actúan como si fueran uno solo, como las caras de una moneda que, aunque opuestas, siempre giran a la vez.
Acabamos de comer y pasamos un relajado rato hablando sobre tonterías sin importancia, como el tiempo, viejos momentos, recuerdos y anécdotas, más nuevas que viejas. Nunca entenderé porque mis padres intentan olvidar aquella época anterior a ganar el dinero, nunca la mencionan, nunca hay algún momento memorable de aquel entonces, nunca hay un chiste o una broma sobre lo que hacía alguno de los tres. Y a pesar de eso, actúan como si acabaran de salir de esa situación, como mi madre con las donaciones o mi padre, que se ofrece para construir o arreglar cosas sin ningún tipo de beneficio a cambio. Mientras pienso en esto, mi padre me da un manotazo cariñoso, y, gracias a mi repentina mala suerte, me da en la espalda, haciéndome soltar un gruñido de dolor, que aun siendo leve, hace que mi madre se alerte.
— ¿Qué te ha pasado? – Pregunta poniéndose de pie enseguida dispuesta a revisar cada milímetro de mí, como si fuera un niño pequeño con una pupa que curar. Pobrecilla cuando vea lo que me he hecho.
— Bueno… Veréis… Ayer, al volver del museo con todos los cacharros… Pues… Me atacó un hombre y….
La cara de mi madre se volvió del color de la cal y mi padre reaccionó casi instintivamente para coger a su mujer, que, si no hubiera llegado a tiempo, se habría estrellado contra el suelo. Tardamos pocos minutos en despertarla, pero no recuperó demasiado su color. A saber que se habrá imaginado, aunque no puede ser mucho peor de lo que en realidad fué.
— Ay mi niño, que le han disparado… - Mi padre fue a por un vaso de agua cuando vio a mi madre despertar.
— No ha pasado nada, de verdad…
— ¿Y eso que tienes ahí que es?
— Nada, un pequeño corte. – De pequeño tenía poco, pero no quería decírselo ahora, solo faltaba que acabara peor de lo que ya estaba – De verdad, mamá que no es nada, solo me duele un poco.
— ¿De verdad…? – Preguntó ella sin acabar de creerme del todo.
— De verdad de la buena. Anda, no os preocupéis tanto. – Mi padre llegó con el vaso y le dio de beber a mi madre.
— Le habrás denunciado o algo, ¿no? – Pregunto él cuando mi madre se acabó el agua.
— La verdad es que no se puede.
— ¿Por qué? – Preguntaron a la vez con curiosidad e intriga
— Por qué le he matado. – Dije intentando quitarle hierro al asunto, algo que como bien sabía, era imposible.
Esta vez palidecieron los dos a la vez. Me miraron como si fuera la primera vez que me veían, como si fuera un extraño que acabara de hacerles una extravagante proposición. Me sentí como si no tuviera hogar, me sentía el pobre vagabundo que había muerto pocas horas antes, sentía que una parte de mí huía para no volver más.
— ¿Y cómo paso… eso? – Preguntó mi padre en un intento de continuar con la conversación, aunque se notaba que no quería saberlo.
Les conté por encima lo que había pasado, omitiendo detalles escabrosos que no tenían necesidad de saber y que prefería no contarles. Pasaron un rato mirándose el uno al otro, como si se hablaran con los ojos, hasta que mi padre, con la mirada fija en un punto que solo él podía ver, me dijo lentamente, como una agonía:
— Hijo, ¿no crees que es un poco tarde? – Una sutil manera de echarme, pero lo comprendía, no todos los días te dicen que tu hijo es un asesino.
— Si, y tenía pensado quedar un rato con Antonio – Mentí.
— Vale, vale, no te entretenemos más. Ah, conéctanos una bombona de gas, que yo no sé cómo van.
Me pareció extraño que no supiera poner el gas, pero tal vez quería relajar el ambiente con una tarea sencilla.
Tras conectar la bombona, salí de la casa, procurando no hacer demasiado ruido.
Pasé el día paseando por la calle, intentando despejar mi mente. De repente, las ganas de querer matar se me fueron. Sabía que era algo que deseaba pero que había horrorizado a mis padres. No quería que volvieran a sufrir y menos por mi culpa. Sería difícil, pero decidí reprimir esos oscuros sentimientos que me acechaban y aguantar por el bien de las dos personas que me habían dado la vida.
Ahora mismo estoy en una cafetería, mientras escribo el diario. Esta noche continuaré, he oído una fuerte explosión algunas calles más abajo y tal vez necesiten ayuda.
Comments must contain at least 3 words