Inmortal

Cuando abrí los ojos, lo único que sentí fue frío. No sabía quién era ni por qué estaba allí. No conocía nada de lo que me rodeaba, aunque mis ojos sólo distinguían nieve blanca cubriendo el suelo. Tampoco como que supiese qué era la nieve o el suelo. Nadie me había enseñado esos conceptos al fin y al cabo.

 

En ese momento vi una mujer que se acercó a mí, me puso una manta por encima y me pidió que la siguiese, cosa que hice sin dudar, desconociendo incluso la desconfianza.

 

Aquella mujer me acogió en su pequeño hogar, una casita de madera que compartía con otras personas a las cuales se refería como hijos y marido. La construcción me resguardaba del frío y, además, ellos me proporcionaban lo que consideraban necesidades básicas, como comida o agua. Aunque lo cierto es que yo no sentía hambre ni sed. Pese a ello, decidí aceptar su ofrecimiento, y durante muchos años conviví con aquella familia.

 

Me enseñaron mucho sobre el mundo en el que vivía. El significado de lo que me rodeaba, cómo debía comportarme e incluso el concepto de amar y de ayudar a otras personas, aunque no entendiese bien esos sentimientos. Pero, conforme pasaba el tiempo, me fui dando cuenta de algo: los seres vivos envejecen y mueren.

 

No obstante, si eso era verdad. ¿Por qué no ocurría lo mismo conmigo? ¿Acaso eso significaba que no era un ser vivo?

 

Un día decidí preguntarle a aquella mujer por qué yo era diferente.

-Tú no debes morir. Esa no es tu misión –me contestó.

-¿Qué quieres decir? –pregunté, confuso.

-Llegará el día en el que lo entiendas. Y ese será el momento en el que hayas cumplido con tu deber –sin decirme nada más, aquella mujer continuó con sus quehaceres, dejándome con más dudas que antes.

 

Años después, sus hijos se marcharon, y al cabo de unos cuantos años más, aquella mujer murió.

 

Recuerdo el día del funeral. Vinieron muchas personas que decían conocerla, entre ellos, por supuesto, sus hijos, a los que había visto crecer desde jóvenes, algunos desde niños. Todos me miraron extrañados, como si fuese un bicho raro. Como si estuviese fuera de lugar. Y realmente no les faltaba razón.

 

No envejecía. No cambiaba. Incluso la familia de aquella mujer se hacía preguntas sobre mi existencia. Aunque sabía bien que no tenían malas intenciones.

 

Los años seguían pasando y llegó el momento en el que ningún miembro de aquella familia seguía en este mundo. Fue entonces cuando decidí salir de los alrededores de aquella casita y comencé a caminar por el mundo.

 

Ciudad tras ciudad, conocí a mucha gente de la que aprendí mucho. Algunas incluso ya las sabía pero que, al parecer, tenían diversas formas de interpretación.

 

Aprendí más sobre la situación del ser humano: su economía, su política, sus amistades, sus conflictos, sus inventos, sus leyes... Todo lo que los rodeaba y los hacía tal y como eran.

 

Y así, después de mi largo viaje, conocí a alguien que cambiaría mi forma de ver la vida. Se trataba de una niña, de aspecto frágil e inocente y, al igual que yo cuando desperté, no daba la sensación de conocer mundo. Después de todo, siendo huérfana, nadie se había molestado en enseñarle.

 

Así pues, imitando la voluntad de aquella mujer, decidí llevarla conmigo, encontrando una pequeña casa de campo, recuerdo de donde me crié, en la que me instalé con ella.

 

El tiempo siguió corriendo, más rápido incluso que antes. El ser humano de antaño lo decía: “el tiempo pasa más deprisa cuando eres feliz”, y qué gran razón tenía.

 

Yo le enseñé todo lo que había aprendido durante mi tiempo con aquella mujer, la ayudé en todo lo que necesitaba, la alegré en momentos de tristeza y la acompañé en momentos de alegría. Y, antes de darme cuenta, un sentimiento floreció en mí, mucho más fuerte que el que había sentido con la familia que me educó.

 

Recordé entonces el nombre de aquella palabra: amor. Pero era un amor distinto del que se siente hacia una pareja. Ese amor se correspondía con el afecto que una madre y un padre tenían por sus hijos. Un afecto mucho más fuerte que cualquier otro.

 

No obstante, al mismo tiempo que este cálido sentimiento se hacía más grande en mi interior, también lo hacía otro mucho más indeseable: el miedo. Miedo a perderla, miedo a que un día me dejase y no pudiese volver a verla, un miedo que terminó haciéndose realidad.

 

Fui feliz viéndola crecer, fui feliz viéndola cumplir sus sueños y también lo fui en el momento en que decidió irse con la persona a la que amaba y formar la familia que siempre había deseado. Pero mientras el tiempo pasaba para los demás, no lo hacía para mí. Cuando quise darme cuenta, al igual que ocurrió con aquella mujer, también la perdí a ella.

 

¿Por qué me enseñaste a amar? ¿Fue para que llegase ese momento y conociese también lo que significaba sufrir? Lo único que pensaba por entonces era en la desgracia de tener que seguir vivo mientras veía cómo el resto de cosas preciadas para mí me dejaban atrás. Si de verdad tenía una misión. Si de verdad había un propósito para que continuase viviendo, quería que se cumpliese cuanto antes. Quería estar donde consideraba que pertenecía.

 

Después de aquello, pues las desgracias nunca vienen solas, algo mucho peor aconteció. La guerra estalló entre los humanos.

 

Sin saber las razones, vi cómo gente torturaba y mataba a sus semejantes, cómo destruían ciudades construidas por ellos y el medio en el que habitaban. Intenté por todo los medios salvar a todos los que pude, sobre todo a la familia de mi amada, pero no pude.

 

Y entonces fue cuando me quedé solo. El daño causado por la guerra llevó a un aumento de las temperaturas y a una disminución en el oxígeno de la atmósfera, haciendo que todos los seres vivos perecieran. Pero yo podía resistir aquellas temperaturas. Yo podía respirar ese aire contaminado. Yo era el único que podía sobrevivir.

 

Sin saber hacia dónde dirigirme. Caminé, guiado por simple instinto, deseando morir a cada paso que daba mientras veía como el fuego daba lugar a la desolación y luego a un frío intenso, más intenso que el que sentí cuando desperté y vi el mundo por primera vez.

 

Lo había perdido todo. No había nada por lo que mereciera la pena seguir en pie y, aún así, estaba obligado a ello. Me resultaba irónico cómo cuando la humanidad vivía, no dejaba de quejarse de que la vida era muy corta. Muchos se desesperanzaban al ver que ésta iba a terminar y eran capaces de pagar grandes sumas de dinero con tal de que algún científico descubriese una fórmula para alargar su existencia. ¿De verdad les hubiese merecido la pena?

 

Puesto que a lo único a lo que no era inmune era al cansancio, tras varios días andando sin dormir, finalmente, caí al suelo, rendido.

 

Sin embargo, cuando abrí los ojos de nuevo, descubrí algo que no esperaba. Delante mí, una pequeña planta intentaba abrirse paso entre toda la nieve, luchando por existir en un lugar que no se lo permitía.

 

Lo primero que me pregunté en aquel momento fue: ¿Por qué? ¿Por qué se empeña en vivir cuando sabe que es imposible? Al contrario que yo, era débil, enclenque, su tallo ni siquiera sobrepasaba mi tobillo. Pero una parte de mí entendió que quizás aquella planta tuviese también una misión. Un objetivo, al igual que el mío, por el que no podía rendirse.

 

Todavía me quedaba algo por hacer. Si no le encontraba sentido a mi vida, entonces se la daría a la de los demás.

 

Así pues, comencé a apartar la nieve de su alrededor, construyendo una pequeña muralla con el fin de protegerla. Posteriormente removí un poco la tierra en la que se sustentaba, con cuidado de no arrancar sus pequeñas raíces e intentando que el suelo fuese más idóneo para su crecimiento.

 

Al cabo de poco tiempo observé cómo, cerca de la anterior, aparecían más plantas de igual forma, por lo que mi trabajo no tardó en multiplicarse.

 

Cuando quise darme cuenta, al mismo tiempo que se generaban plantas del mismo tamaño, aquéllas que llevaban más tiempo crecían a lo alto y ancho, pareciéndose cada vez más a árboles como los que había antes de que el mundo cambiase.

 

Poco a poco, pequeños animales se acercaron a buscar cobijo junto a los árboles. Mientras tanto, yo me encargaba de protegerlos del frío y del viento, haciendo más grande el muro de nieve que había formado al principio.

 

Finalmente, el clima cambió, asomándose de nuevo el Sol y fundiendo el hielo formado hasta dar lugar a pequeños riachuelos y arroyos.

 

El crecimiento de la vegetación comenzó a intensificarse, y los animales aumentaron en número conforme los árboles y arbustos se hicieron más grandes y fuertes. El área que me rodeaba volvía a ser habitable. Había requerido de muchísimos años y sacrificio, pero el propio planeta se había renovado, empezando casi desde cero.

 

Sin embargo, no fue hasta más tarde cuando observé criaturas precursoras de los humanos, quienes comenzaban a dar sus primeros pasos hacia la evolución y el aprendizaje.

 

En ese momento pensé que si el ser humano volvía a ser como era nada cambiaría, y el mundo volvería a sumirse en el mismo desastre que lo llevó a su renacimiento. Por ello, decidí acercarme a ellos y, con un gran esfuerzo por mi parte, les enseñé lo que recordaba sobre el mundo que crearon sus ancestros tiempo atrás, sin embargo, omití todo aquello que tenía que ver con la guerra y los conflictos, tratando medios distintos para solucionar sus problemas y dar lugar a la comprensión y al entendimiento.

 

Por supuesto, en un principio me tuve que comunicar mediante gestos para hacerles entender las cosas más básicas, hasta que lograron aprender un lenguaje hablado con el que pudiese conversar.

 

Durante ese tiempo me pregunté si daría resultado. Si conseguiría cambiar los errores del pasado. Pero, incluso si no funcionaba, o si sólo conseguía retrasar o reducir lo inevitable, por lo menos sentiría que había intentando cambiar algo, servir para algo.

 

Y, de esta forma, la humanidad siguió creciendo. Como esperaba, los conflictos no finalizaron gracias a mis enseñanzas pero me di cuenta de que el diálogo y la votación popular se consideraban por encima de la violencia y la toma de poder.

 

Como consecuencia, el ser humano se desarrolló de forma más rápida y racional, tomando como objetivo primordial la búsqueda del bien común y la supervivencia de la especie antes que el cumplimiento de sus ambiciones y deseos egoístas.

 

No necesitaban una deidad. Tomaban como fuente de vida la naturaleza, considerándome a mí parte de ella. Una especie de representante de la misma que les había ayudado a entender qué era lo verdaderamente importante. Sin duda, aunque aquella humanidad quizás no durase para siempre, se había dado un paso adelante social y medioambientalmente hablando.

 

Pese a todo, sabía que no podía inmiscuirme en sus vidas mucho más. No tenía nada más que enseñarles y su existencia seguía siendo efímera, al contrario que la mía.

 

Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado. Mi cuerpo comenzó a sentirse pesado, débil. Resultaba difícil el sólo hecho de andar, es más, apenas podía ponerme en pie.

 

Viéndome en aquel estado, decidí aposentarme en una pequeña casucha alejada de la civilización. Un lugar que seguía recordándome a las personas a las que había amado, a aquéllos que tanto me enseñaron y me dieron la oportunidad de enseñar. Y, en ese instante, entendí lo que quería decirme aquella mujer.

 

“Llegará un día en el que lo entiendas. Y ese será el momento en el que hayas cumplido con tu deber”, me dijo.

 

Obligado a vivir una eternidad, mi misión siempre había sido la de guiar al ser humano hasta este punto. Todo lo que había experimentado, todo lo que había pasado y aprendido. Todo había sido para este momento.

 

Quizás el humano actual tenga razón. Es posible que la propia naturaleza me creara para esto, quizás ya hubiese predicho que se iba a dar lugar a la destrucción del planeta una vez y mi vida suponía un punto de partida para enmendar sus errores.

 

En cualquier caso, fuese cual fuese mi origen, mi existencia por fin había cobrado sentido, y ahora que el objetivo había sido cumplido, se me tenía permitido morir.

 

Acostado sobre la cálida hierba en verano, fui cerrando los ojos lentamente. Dos personas me vinieron a la mente: una, la mujer que me recogió y me enseñó cómo debía ser; la otra, la persona que me mostró lo que era amar alguien más que a mi propia vida.

 

Si, como decían los antiguos humanos, existe un cielo en el que puedan estar, sólo espero poder reunirme con ellas algún día. No le temeré a la muerte, pues únicamente será el descanso después de saber quién soy.