Capítulo 1.1

Capítulo 1.1

Juan Alfredo llevaba ya veinte años trabajando como guardabosques. Siempre había sido un amante de los animales y los bosques. Desde niño había crecido con varias mascotas, entre las cuales había una tortuga a la que le había cogido mucho cariño y que era la única que a esas alturas seguía viva. Además, su padre trabajaba en un jardín botánico y, cada vez que podía, sembraba una planta nueva del jardín en casa, convirtiendo su hogar en una selva.

Por ello, cuando vio que estaba vacante el puesto de guardabosques no se lo pensó dos veces. Él imaginaba que sería un trabajo estimulante, con acción y contacto activo con la naturaleza. Nada más lejos de la realidad. El primer día, y el resto, resultaron ser noches. Su turno empezaba a las ocho de la tarde y acababa sobre las seis de la mañana. Durante el verano era soportable, incluso más que el asfixiante calor diurno. Pero durante las épocas más frías del año, cuando el termómetro baja de los cero grados, llegó incluso a desear que aquel condenado lugar se incendiara solo para conseguir descongelar los mocos que le caían del frío. Pero allí nunca pasaba nada.

Él odiaba ese horario. Cuando no dormía, estaba trabajando o entrenando para estar listo en caso de emergencia. Tenía un tiempo limitado para sí mismo, y el poco que tenía lo dedicaba a comprar, limpiar y ocasionalmente ver la televisión. Esto causó una ruptura con su pareja que, harta de no ver nunca despierto a su marido, decidió abandonarlo con una nota, pues sabía que él no tenía tiempo para discutir ni cortar con ella.

Pero él era un hombre comprometido con su trabajo y no permitió que nada de eso le persuadiera para dejarlo, aunque lo único que había llegado a ver era una pequeña familia de ratones que vivían en la caseta. Él siempre decía que hacía un gran trabajo social, que su labor permitía al resto tener un lugar tranquilo y natural que visitar en primavera, a la par que un pequeño pulmón verde que daba un respiro de aire fresco a su contaminado mundo. Pero ni él se lo creía. Aquel trabajo utópico se fue convirtiendo poco a poco en un peso que solo soportaba por mera fuerza de voluntad y que hacía mella en sus ya cuarenta y dos años.

Por ello, cuando vio leves destellos de luz rojos y amarillos y una pequeña columna de humo salir de entre los árboles, supo que todos aquellos años en aquel lugar habían valido la pena si podía salvarlo al menos una vez. No estaba demasiado lejos, a unos pocos minutos, así que decidió ir corriendo con el equipo necesario para sofocar un pequeño incendio.

Corrió entre los árboles todo lo que le permitían su cuerpo y el frío. Los rayos de luna que conseguían atravesar las ramas hacían que pequeñas gotas de sudor brillaran levemente en su frente, entre las arrugas que empezaban a definirse. Poco a poco empezó a distinguir más cerca el brillo anaranjado de un pequeño fuego. Supuso que había sido algún irresponsable que había tirado una colilla encendida al suelo, aunque no parecía probable. Octubre estaba a punto de acabar, y las noches no eran cálidas precisamente. No podía ser natural, pero tampoco era normal que a esas horas alguien rondara por allí.

De repente, escuchó un grito infantil, como de bebé provenir de donde se originaban las llamas. Su mente se llenó de horribles ideas en las que alguna madre adolescente abandonaba a su recién nacido en el bosque y le prendía fuego para no dejar rastro. Aumentó la velocidad de su carrera cuanto pudo, concentrándose en llegar para distraer en la medida de lo posible su mente y llegó a un claro bien iluminado. Allí había un círculo de fuego y en el centro, un niño pequeño, de unos pocos meses en el suelo, llorando y con el fuego peligrosamente cerca.

Sintió la urgente necesidad de salvar aquella pequeña vida, que ahora dependía completamente de él. Corrió enseguida a apagar las llamas con su extintor, pero por alguna razón no se extinguían. Al contrario, cuanto más intentaba pararlas, más parecían alzarse y más alto parecía gritar el niño. Pese a que no podían superar unos pocos centímetros de altura Juan pensó que se jugaba la vida cuando salto por encima de las llamas para recoger al bebé y salir del círculo medio segundo después. Se alejó unos cuantos pasos del fuego y apretó al pequeño contra su pecho con la esperanza de que se calmara y dejara de llorar. Empezó a sentir un fuerte calor donde estaba el bebé, pero no le prestó atención hasta que olió el humo que despedía su ropa. Se tiró al suelo sobre su costado y dejó al bebé a un lado mientras él rodaba en la dirección opuesta para apagarse sin quemar a la pequeña vida, mientras gritaba y maldecía de todas las maneras que sabía.

Se llevó una gran sorpresa al ver que no había fuego en su ropa, solo agujeros con los bordes chamuscados. Pero mayor fue la que se llevó al ver que el bebé tenía la cara ardiendo. Su corazón se desbocó y su mente enloqueció momentáneamente por el horror. Sintió miedo por él, creyó que moriría. También sintió lástima, ya que si sobrevivía tendría la cara deformada para siempre y llevaría una vida dura. Pero sobretodo sintió un profundo odio hacia quien le hubiera hecho eso a una criatura que no tenía culpa de haber nacido. Se acercó todo lo rápido que pudo y empezó a echarle tierra en la cara y a soparle a todo pulmón en un acto desesperado de salvar la vida de aquel pequeño, pero solo consiguió que este gritara y llorara con más fuerza.

Cogió de nuevo el extintor y dirigió su chorro hacia la cara del niño, con la esperanza de no matarlo en el intento de apagar el fuego. Entonces, el bebé berreó más de lo que Juan habría creído posible en algo tan pequeño y se envolvió completamente en una nube de fuego de un calor abrasador y de un brillo que obligó a Juan a volverse completamente y taparse los ojos. Cuando los abrió de nuevo, ya no había luz naranja alguna, solo destellos plateados de la luna que iluminaban tenuemente la hierba quemada. Se giró al momento en busca del bebé.

Su corazón casi se paró al verlo intacto, sin ninguna quemadura, durmiendo como si nada hubiera ocurrido. Su pequeño pecho subía y bajaba agitadamente, como quien tiene una pesadilla, pero seguía vivo.  No se lo podía creer, era imposible. Si alguien se lo hubiera contado, le habría tachado de loco. Tal vez él lo estuviera, pero allí estaban la hierba quemada y sus ropas chamuscadas y eso no era producto de su imaginación. Se acercó para verlo mejor, despacio, temiendo que volviera a arder si hacia ruido. Reparó en que estaba desnudo y se apresuró a quitarse la chaqueta para taparlo y que no muriera de frío.

Decidió, aun creyendo que deliraba, volver a la caseta. Caminó lentamente, acunando a aquel misterio en miniatura, velando su sueño. Ya no sentía miedo ni ira, solo un el deseo de transmitir paz y tranquilidad al niño. Pudo ver con la tenue luz de la luna el color rojo sangre del escaso pelo que tenía el bebé en la cabeza y dos extrañas formas en su pecho que parecían ser marcas de nacimiento, aunque demasiado elaboradas como para serlo. No le dio importancia, ya nada podría sorprenderle.

Al llegar, vio que en la puerta alguien había clavado un papel, algo raro, pues era bien entrada la madrugada como para que alguien lo hubiera puesto allí tan tarde. Supuso que debió ser la que abandonó al bebé y corrió a arrancarlo. Desdobló la hoja torpemente con una mano, sin dejar de mecer al pequeño pelirrojo y leyó, no sin asombro, el contenido de la nota.
 

Este es nuestro regalo al mundo. Esperamos que cuides bien de él o que lo dejes en buenas manos. Te lo agradecen profundamente: Ignis y Aquam. 

2: Capitulo 1.2
Capitulo 1.2

Amanecía. Los tenues rayos de sol acariciaron la cara de Tormenta, como un beso de buenos días. Sus ojos de un azul eléctrico empezaron a abrirse lenta y perezosamente con la llegada de la mañana. Una parte de su mente sabía que tenía que levantarse y enumeraba la lista de cosas que tenía que hacer nada más salir de la cama, pero otra parte más fuerte le contaba las maravillas de seguir durmiendo. Se reconfortó con la idea de poder dormir cinco minutitos más, pero una bola de pelo pequeña y blanca se le lanzó encima de ella y le lamió la cara con ansia.

— ¡Chispas! ¡Perro malo! — El animalillo retrocedió intimidado por la voz autoritaria de Tormenta. — Lo siento, no debería haberte gritado… Solo es que estoy… irritada, ya sabes porque.

Era evidente que Chispas no era un perro. Era pequeño y redondo, como una pelota. Su pelo era blanco como la nieve cuando estaba contento. Según iba cambiando su humor se volvía de color gris lentamente hasta llegar a un negro tan profundo como la noche. Tormenta solo le había visto así una vez y no le apetecía recordar ese momento. Cuando se sentía intranquilo o asustado, pequeños rayos salían de su cuerpo. En definitiva, no era un animal normal y ella no sabía dónde clasificarlo, así que lo había etiquetado como perro por sus ladridos. Tras el chillido de Tormenta, chispas se había encogido y miraba triste el suelo. A todas luces era un ser bastante inteligente que comprendía completamente el lenguaje.

— Venga, no me hagas sentir culpable, por favor. ¿Qué te parece si salimos a comer algo? – El estómago de Chispas era su perdición. Siempre comía como si no hubiera un mañana. El animal asintió rápidamente y sacó la lengua en señal de aprobación. — Genial. Vamos, que se nos va a hacer tarde y tenemos muchas cosas que hacer.

Tormenta se vistió rápidamente con unos vaqueros de un color azul oscuro, a juego con su pelo rizado y una camiseta amarilla. Una combinación extraña, pero que a ella le gustaba. Se calzó unas sencillas sandalias de color negro y salió a la frescura de la mañana. Caminaron un largo rato. Su casa estaba en un pequeño bosque un poco alejado de la ciudad. Cuando llegaron a los límites, tormenta le pidió a Chispas que esperara por esa zona.

— Puedes cazar lo que quieras, pero no te manches ni te alejes mucho, volveré enseguida. — Le aseguró con una sonrisa en los labios.

El supuesto perro asintió y miró a su alrededor, probablemente buscando algún ratón o similar para cazar y comer en lo que ella volvía. Tormenta caminó con tranquilidad, atravesando las primeras calles sin mirar por donde iba, con la mirada perdida en algún rincón de su mente. La alegría de la mañana iba desvaneciéndose de su rostro conforme recordaba los meses anteriores. Por alguna razón había perdido la pista del resto de híbridos. Para ella debería ser fácil encontrarlos, pero muchos de ellos habían desaparecido por completo, y eso no le gustaba nada. Lo normal sería que le hubieran dicho algo, o como mínimo le dieran alguna señal sí habían ido al segundo nivel, pero por algún motivo ni eso le habían concedido.

Ese tema la había mantenido en vela durante algunas noches, y las pocas horas que dormía eran de sueños inquietos y no las disfrutaba. Tenía miedo y no sabía qué hacer. Llevaba días meditando sobre ese tema pero no había obtenido una solución satisfactoria. Se había planteado buscarlos, pero estaban tan desperdigados que sería una pérdida de tiempo.

Llegó al supermercado y cogió unas pocas magdalenas para ella y una indecente cantidad de carne y verduras para Chispas. No compró nada para beber, el río que atravesaba el bosque les daría agua más que suficiente.  Todo lo hizo de manera mecánica, casi sin pensar en qué hacía. La preocupación la absorbía demasiado. Pagó sin mirar cuanto debía, ya lo sabía antes de que la máquina se lo dijera y sin necesidad de haber sumado nada.

En aquella ciudad había una pequeña banda de delincuentes que se había formado recientemente a la que nadie, ni siquiera las autoridades, le plantaba cara. Ella sabía que calle seguir para evitarlos, pero también sabía que el Equilibrio no se alteraría si les daba una lección de civismo. Por ello, al salir del supermercado con dos bolsas a cada mano, siguió el camino que la llevaría directa a lo que, de ser otra persona, sería un fatal error.

 Pasó delante de un garaje con las puertas abiertas, donde cuatro hombres de entre veinte y veinticinco años se giraron para observarla. Solo era una pequeña parte de todos los que había, pero menos era nada. Le dirigieron miradas cargadas de malas intenciones hasta que uno de ellos, de elevada estatura y muy musculoso, se levantó y le gritó:

— Oye guapa, ¿no te apetece divertirte un rato? – Los demás se rieron maliciosamente.

— No gracias, los cerdos no son de mi tipo, yo soy más bien vegetariana. — Contestó ella con cara de asco. Era la primera vez que les veía, pero sabía perfectamente que habían hecho y de que eran capaces.

— Eso es porque no has probado la carne de verdad.

— Y si sigues prefiriendo las verduritas tengo aquí una gran cebolleta rica, rica para ti. — El resto del grupo estalló en carcajadas, pero Tormenta ni se inmutó ante el comentario que conocía de antemano.

— No sois más que una panda de indeseables. Sois unos inútiles, no sabéis conseguir nada con esfuerzo ni trabajo. Sois unos fracasados, todos, sin excepción. Simples deshechos de la sociedad incapaces de usar el cerebro para hacer algo útil con vuestras míseras vidas. No sois nada más que masas de músculo descerebrado que usan armas para atracar a los que viven honradamente. — Según iba hablando, las caras de los cuatro hombres se iban poniendo rojas y sus miradas destilaban de cada vez más ira. — Bueno, eso en el caso de la mayoría. En tu caso escoges cuchillos largos para esconder tu evidente falta de virilidad. — Eso último lo dijo dirigiéndose al que le había ofrecido una cebolleta, que arremetió contra ella. Su rostro se contrajo por la rabia y un grito salió de su garganta:

— ¡Ven aquí pequeña zorra! ¡Te enseñaré que no solo sé robar, también que te puedo partir en dos! — Los otros tres salieron corriendo detrás de él. Uno intentó detenerle, pero los otros dos tenían intención de ayudarle, sin sospechar lo que pasaría a continuación.

— ¿Lo veis? Sois seres sin neuronas suficientes como para pensar en lo que vais a hacer. No merecéis ser catalogados como personas. Ni siquiera como perros. Al menos uno de vosotros tiene un medio dedo de frente, pero no por ello va a acabar mejor.

Los dos que corrían hacia ella se detuvieron a escasos metros de ella, mientras los otros dos forcejeaban pocos pasos más atrás, uno para atacarla y el otro para detener a su compañero.

— ¿Nos estas amenazando? No te conviene meterte con nosotros si quieres poder caminar después de lo que te vamos a hacer. — Le dijo el alto con tono autoritario, sin un solo signo de que su voz temblara ni de que fuera a retractarse. Lo decía enserio.

— Bueno, si tan duros sois y tanto daño me vais a hacer ¿porque no intentáis cogerme?

No necesitaron más invitación. La ira les impulsó hacía ella, con intención de hacerle tragar sus palabras. El primero en llegar fue el alto y musculoso, que lanzó un puñetazo directo a la cara de Tormenta. Ella, simplemente ladeó un poco el cuello para evitar el impacto. El delincuente no se esperaba ese movimiento y perdió levemente el equilibrio. Tormenta aprovechó ese instante de inestabilidad para hacer tropezar a su atacante, que dio un doloroso beso al asfalto. El que le seguía, de pelo rubio y con un ligero sobrepeso, se tiró sobre ella, con la intención de aplastarla. Ella soltó las bolsas con la compra, dio un salto más alto y rápido de lo que parecía posible y le dio una patada certera en la nariz, que inmediatamente tiñó su ropa de rojo. Ella cayó justo detrás de él.

— ¡Maldita perra! ¡Me has roto la nariz! – Gritó el rubio con una mezcla de ira e incredulidad mientras se tapaba la cara con las manos.

— Uy, ¿Te he hecho daño? Lo siento, no era mi intención. Tal vez esto te ayude. — Lo noqueó con un codazo en la nuca, sin llegar a romperle nada.

Los otros dos, el de la cebolleta y su acompañante habían dejado de forcejear y miraban la escena sin acabar de dar crédito a lo que veían sus ojos. Ella caminaba despacio hacia ellos, sin ninguna expresión en la cara, lo que acrecentó el miedo en el interior de los delincuentes. De repente, el hombre alto se levantó y corrió hacia ella dispuesto a atacarla por la espalda. Ella se limitó a apartarse en el momento preciso y a ponerle la zancadilla, con lo que el corpulento hombre cayó de frente sobre el suelo.

— ¿Cómo has hecho es? ¡Ni siquiera le habías visto! – Dijo el que segundos antes sujetaba a su compañero.

Tormenta no contestó. No tenía ganas de conversación. Había dicho todo lo que tenía que decir y tenía asuntos más importantes que tratar. Simplemente se acercó con pasos lentos pero decididos hacía los dos ladrones restantes que se encontraban paralizados por el miedo. No entendían como una chiquilla tan pequeña había tirado dos veces a alguien que debía pesar el triple que ella. Paso por encima del hombre alto, pisándole la cabeza sin siquiera inmutarse cuando crujió. Cuando estuvo a menos de un metro, levantó las manos en dirección a ellos. Sus ojos pasaron del azul oscuro a un amarillo intenso.

— Será rápido, solo os dolerá y quemará como nada en vuestra vida. – Un rayo salió de cada mano, en dirección al pecho de los dos hombres que tenía delante. Recibieron el impacto y tardaron menos en gritar de dolor que en comprender que había ocurrido. Dos rayos más surgieron de las palmas de Tormenta, que acertaron de lleno en los dos hombres que había tirado al suelo. Los cuatro despedían un tenue humo que difícilmente podía ser sano. — Si me entero de que seguís delinquiendo, volveré, os arrancaré una a una vuestras extremidades, os las haré tragar y luego os rajaré las tripas para que os las podáis comer hasta que muráis desangrados.

Ninguno de ellos dijo nada. El miedo y el dolor habían sustituido completamente a toda la bravuconería que llevaban encima. Tormenta volvió a donde estaba antes de la pelea, cogió las bolsas con la compra y se alejó con paso lento y seguro. Cuando estuvo segura de que ninguno de ellos podía verla, vomitó. Definitivamente no estaba hecha para la violencia gratuita por muy merecida que fuera. Por suerte, sabía que ninguno de ellos volvería a hacer nada que perjudicara a otra persona.

Caminó de vuelta al bosque, donde Chispas la estaría esperando ansioso. Seguía pensando en sus compañeros. A pesar de conocer a otros híbridos, nunca había trabado verdadera amistad con ellos. Era una persona más bien solitaria, capaz de valerse por sí misma, pero eso no le impedía preocuparse por el resto. Tormenta se consideraba una persona sociable. Bromeaba y reía con la gente, podía estar hablando con alguien durante horas de temas infinitamente trascendentales o de chorradas sin ninguna importancia. En definitiva, no le molestaba la compañía, pero simplemente no podía confiar en nadie. Pero la necesidad de encontrar a su gente la obligó a dejar de lado sus deseos y tomar una decisión

Llegó al límite que separaba al bosque de las zonas urbanas, donde Chispas estaba esperando con los restos de uno o varios ratoncillos amontonados. Seguía de un blanco inmaculado, aunque con algunos pelos de ratón, lo que indicaba que estaba contento.

— ¡Ya he vuelto! Toma, aquí está tu comida. – Soltó las bolsas sobre el suelo y volcó su contenido, cogiendo al vuelo sus madalenas para que el animalillo no se las robara. Chispas corrió con sus cortas patas hacia la carne y las verduras. No le hacía ascos a nada. — Come despacio, que te pondrás malo si comes demasiado rápido. En cuanto acabes, iremos al río, nos lavaremos e iremos a nuestro próximo destino. — El animalillo la miró extrañado. Tormenta lo comprendía. Prácticamente vivían silvestres, sin un rumbo fijo. — Sí Chispas, sí. Ha llegado el momento de hacer amigos.

Sus ojos se volvieron del color de un cielo despejado.

3: Capitulo 1.3
Capitulo 1.3

Oyó una puerta chirriar al abrirse. Luego, unos pasos lentos pero seguros que se acercaban cada vez más a él. No sabía dónde estaba. Su memoria estaba llena de gritos, lamentos y sangre. El pecho le dolía a horrores, un dolor lacerante que le atravesaba de lado a lado por la zona del esternón. Los pasos se detuvieron muy cerca de él, aunque no podía asegurarlo. Abrió los ojos lentamente para ver quién era su misterioso visitante. Estaba en un cuarto oscuro y amplio, con paredes negras que le eran muy familiares. En la habitación no había ningún mueble, aparte de la cama en la que estaba tumbado. No había ninguna ventana, la única salida era una puerta gruesa y robusta, perfecta para mantener a alguien encerrado. Las paredes eran gruesas, hechas para aislar acústicamente el recinto. Desvió la vista hacia el hombre que estaba a su lado. Era bajito, con una expresión sería y una mirada serena pero decidida. Llevaba una gabardina marrón, como la de los detectives de las novelas, y un pantalón de un color indefinido entre el gris y el azul oscuro. Su rostro, de nariz gruesa y cejas pobladas le era bien conocido. Era el hombre con el que había estado jugando los últimos meses a un peligroso juego

— Veo que ya se ha despertado. Al parecer se cura usted muy rápido, señor Ceratí. – Dijo el inspector Carpacho con un tono relajado y enigmático a la vez.
— ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? – Preguntó Silvio con voz queda. Apenas tenía fuerzas para decir nada y era incapaz de recordar algo más que horror y una angustiosa sensación de estar cayendo.
— Pues mira. Al final no conseguiste matar a Antonio, se te escapó por muy poco. Caíste del ático y te ensartaste en una de las estacas decorativas de la puerta del Notte. Te atravesó de lado a lado, pasando justo por la casilla del rey que te representa. Qué coincidencia ¿no?
—  ¿Matar a Antonio? ¿El Notte? ¿Casilla? – Su mente empezaba a aclararse, pero el dolor del pecho le impedía pensar con claridad, mucho menos esforzarse en recordar.
— Oh. Veo que no recuerdas que pasó. Tranquilo, es normal. Te has recuperado de una herida muy grave, pero sobrevivirás. Verás, estoy…

La voz del inspector sonaba de cada vez más distante. Su consciencia empezaba a desvanecerse. Sólo el dolor que le atravesaba como una lanza al rojo vivo le mantenía despierto y atento a la realidad, pero duró poco tiempo. El mundo empezó a volverse más negro de lo que ya era y supo que estaba durmiéndose. En ese rincón de su subconsciente, donde ni el dolor llegaba, se sintió flotar en un mar de sensaciones y pensamientos tan perturbadores como reales. Su memoria volvía a él, con una realidad que no podía creer, pero tampoco podía negarla. Hizo acopio de toda su concentración para reordenar sus pensamientos.

Te llamas Silvio Ceratí. Eres un monstruo que ha asesinado a veintinueve personas. Dos de ellas eran tus padres, que mataste en aquel incendio causado por tu inutilidad. De las demás ninguna de ellas debía morir, solo fueron asesinatos por placer. Ninguna salvo Karen. Ella se merecía realmente morir tras esa insufrible tortura. Protegiste a tu Reina con tu vida y lo diste todo por ella, incluso superaste tú naturaleza psicópata. Te cortabas el tatuaje con cada nuevo asesinato. El inspector Carpacho era tu rival. Eras incapaz de predecirle, por eso era un reto interesante. Él debía capturarte, pero eras más listo que él. Además, tenías a la voz de tu lado. Intentaste matar a tu mejor amigo en el ático del hotel de su novia muerta. No, muerta no, la asesinaste. Te suicidaste en el último momento para evitar una tragedia mayor. Hiciste cosas deleznables, pero no es tú culpa. Te obligaban desde dentro, aquel ser que te controlaba. Dios, que humillante. Si… Cierto… Era un dios quién te controlaba. ¿No se supone que son buenos? ¿Por qué dentro de ti? Dijo que era porque eras el mejor candidato para darle sangre. ¿Eres de verdad un asesino?

Esta y una infinidad más de preguntas se agolpaban abrumadoramente en su pensamiento. Recordaba con todo detalle cuanto había hecho en los últimos meses. Todas las vidas arrebatadas, todas las historias felices posibles que había detenido de golpe, todo el sufrimiento que había causado le llegó en una ola de culpabilidad inmensa. Y ¿para qué? Sólo para satisfacer las necesidades vitales de un ser superior a él. La frustración y la locura fueron apoderándose de él. La sensación de no tener el control de su propia existencia, de ser una mera marioneta en una macabra obra de teatro inundó su corazón. Saber en qué se había convertido le atravesaba el alma.

Volvió a despertarse. Abrió los ojos muy rápido, como si pudiera huir de la pesadilla en la que vivía. Estaba empapado de un sudor frío y temblaba, más por el miedo y la rabia que por la baja temperatura a la que estaba. No se había dado cuenta de que estaba gritando hasta que le dolió la garganta del esfuerzo. Dejó de gritar y miró nervioso a su alrededor, sin poder contener los recuerdos que le evocaba aquel lugar y sin poder evitar que unas terribles náuseas le atravesaran. En aquella misma habitación de paredes negras y sin ventanas había matado a más de dos docenas de personas a sangre fría, disfrutando de cada grito, de cada mirada de terror, de cada gota de sangre.

 

— Tranquilícese. – La voz del inspector sonó cerca de la puerta, pero los ojos de Silvio eran incapaces de mantenerse fijos en un sitio.
— ¿CÓMO QUIERE QUE ME TRANQUILICE? – Gritó Silvio con la voz deformada por el miedo a sí mismo - ¿Sabe usted lo que he hecho? ¡Eh! ¡¿Lo sabe?!
— Claro que lo sé. Le recuerdo que era el encargado de seguir su caso. – Le contestó el agente de la ley con la voz perfectamente serena. – Pero debe ser fuerte, le necesito.

Silvio no podía tranquilizarse. Una parte de su mente le decía que aquello era muy raro, que debía concentrarse si quería salir bien parado de allí. Pero era una parte muy pequeña en comparación a la que se desgarraba por dentro con los recuerdos.

— Escúcheme – dijo Carpacho acercando lentamente la mano a Silvio – Usted tiene que…
— ¡No me toques! ¡Ah! ¡Joder, como duele! – Se quejó el asesino al apartarse bruscamente sin tener en cuenta la herida del pecho. El dolor le devolvió un poco a la realidad. Nada de lo que había hecho iba a cambiar. Si el inspector estaba allí, no tenía escapatoria posible. Le habían atrapado y no sabía ni cómo. Recordó la caída - ¿Qué hacemos aquí?
— Le recogí cuando estuvo clavado en la estaca antes de que llegara nadie más. Me encontré a Antonio cuando te buscaba. Le dije que lo dejara todo en mis manos y que no hacía falta que llamara a nadie más, que ya me encargaría yo. Le traje hasta aquí a escondidas y entré con las llaves de su bolsillo.
— ¡No quiero saber eso! – gritó Silvio exasperado. Una tos horrible le atacó en ese momento y le hizo escupir sangre. Se giró a un lado y volvió la mirada al inspector. - ¿Por qué sigo con vida? ¿Por qué no me ha detenido? – Su voz parecía más una súplica moribunda.
— Verá, señor Ceratí. Le necesito. – La respuesta cogió desprevenido a Silvio, que miró con incredulidad al inspector. Éste sacó un pequeño y resplandeciente reloj de bolsillo dorado atado a una cadena del mismo color y con un leve movimiento de muñeca lo puso a girar.
— ¿Cómo que me necesita? ¿Por qué precisamente a mí?
— Bien que lo sabe. O tal vez no. Dígame: ¿No oía una voz cada vez que mataba?
— Lo cierto es que sí – Respondió Silvio lleno de asombro. El miedo que le tenía al inspector Carpacho fue convirtiéndose en interés y curiosidad. ¿Cómo podía saberlo él?
— Pero apostaría lo que fuera a que ya no la oye ni la intuye.

De nuevo, Silvio se sorprendió de lo que sabía el inspector, que desde luego  era más de lo que él mismo sabía. Se esforzó en encontrar la voz, pero nada respondía,

— Estoy buscando a gente como tú, Silvio. Fuiste poseído por un dios, pero eso seguro que ya lo sabes.
— Los... ¿Los hay más como yo? – No podía creérselo. No era posible que hubiera tantos locos sueltos.
— Desde luego. – Dijo el inspector guardando su reloj sin prestar atención a la hora. – Pero también es verdad que ninguno es demasiado peligroso.
— ¿Cómo qué no? Partiendo de mi situación, es fácil deducir que somos de todo menos poco peligrosos. - Silvio intentaba razonar lo mejor que podía a pesar del dolor que le aprisionaba el pensamiento.
— Ahí discrepo. Su caso es… especial. Por eso le necesito. Para encontrar a los demás y montar un equipo. – El inspector seguía usando su voz tranquila, casi monótona. Nada perecía alterarle.
— ¿Un equipo para qué? Y, ¿Dónde está el dios ahora? ¿Por qué no le oigo?
— Excepto la primera, esas preguntas son muy sencillas y las responderé gustosamente. Básicamente, los dioses sólo pueden habitar seres que están vivos. – Una vez más, a Silvio esa respuesta le dejó desconcertado.
— Eso significa que…
— Sí, señor Ceratí. Significa que es usted un muerto.